domingo, 28 de febrero de 2010

Colombia es una democracia?

Democracia?
Armando Montenegro
sábado, 22 de septiembre de 2007
De 165 países del mundo, sólo 28 se consideran democracias plenas, y 54 democracias defectuosas. De los 85 restantes, 30 son híbridos, con algo de democracia, y 55 autoritarios. Colombia está en el grupo de democracias defectuosas, bastante abajo en la lista.

Esto hace parte del estudio de The Economist sobre la democracia en el mundo. El índice numérico que analiza esta publicación —con una calificación máxima de 10 y mínima de 1— contempla cinco factores que definen la democracia: la celebración de elecciones libres y limpias, el concepto básico de democracia; la existencia de libertades civiles (de expresión, reunión, asociación y otras, sin las cuales las elecciones libres no tendrían ningún sentido); el funcionamiento del gobierno (de nada sirve que haya elecciones libres si el gobierno no puede hacer realidad las decisiones de las mayorías); una cultura política (si hay apatía, obediencia y docilidad de los ciudadanos frente a sus líderes, no puede existir una verdadera democracia); y, por último, una activa participación de los ciudadanos no sólo en las elecciones, sino en las discusiones y campañas, a lo largo de todo el proceso político.

Un resultado interesante es que Estados Unidos e Inglaterra, aunque considerados democracias plenas, están relativamente abajo en la lista —en los puestos 17 y 23, respectivamente—, debido a problemas de derechos civiles y de participación. En cambio, los países del norte de Europa, encabezados por Suecia e Islandia, ocupan los primeros lugares.

Entre los latinoamericanos, sólo Uruguay y Costa Rica se consideran democracias plenas. Colombia se sitúa en el puesto 67, bastante por debajo de Chile, 30; Brasil, 42; Panamá, 44; México, 53, y Argentina, 54. Pero supera a países híbridos como Nicaragua, en el puesto 89; Ecuador, 92, y Venezuela, 93. Entre los regímenes autoritarios sólo hay un latinoamericano: Cuba, en el puesto 124.

Colombia no se considera una democracia plena por sus pobres resultados en tres áreas. El funcionamiento de su gobierno, que se califica apenas con 4,36; su cultura política, 4,38, y el grado de participación, 5,00. Estos números, sobre todo los dos primeros, son bastante bajos en el contexto mundial.

Según The Economist, el funcionamiento del gobierno tiene que ver, en un sentido amplio, con la provisión de servicios esenciales como seguridad, justicia y atención social, asuntos que han sido tradicionalmente débiles en la vida colombiana y que motivan su baja calificación. En el área de la cultura política, “una democracia exitosa implica que los partidos perdedores y sus seguidores aceptan el juicio de los votantes y permiten una pacífica transferencia del poder”. En nuestro medio, la violencia y la corrupción, infortunadamente, enturbian el funcionamiento de la democracia.

Colombia hace parte de una región donde la democracia, en general, es frágil. Los analistas de The Economist plantean que la cultura política latinoamericana está corroída por el caudillismo y, en algunos países (Venezuela, el más prominente), se ha presentado un deterioro de la libertad de prensa.

Aunque Colombia recibió altas calificaciones en las variables que se refieren a la existencia de elecciones libres y limpias, 9,17, (por encima incluso de Estados Unidos, 8,75), nos preguntamos si los analistas de The Economist fueron conscientes de las frecuentes denuncias sobre la corrupción en el sistema electoral, y de las presiones de grupos armados y mafiosos sobre los candidatos, los electores y los mecanismos de votación. Así mismo, parecería que desconocieron la larguísima tradición colombiana de la llamada combinación de formas de lucha, aquella que mezcla las balas con los votos, y que practican grupos políticos afines a los paramilitares y los guerrilleros, un tema central de la actual coyuntura política.

Cerrar la brecha

Cerrar la brecha
No es imposible construir en poco tiempo una sociedad más equitativa y sostenible. Es cuestión de proponérnoslo como la meta principal
Por María Teresa Ronderos
Fecha: 09/22/2007 -1325
Fui invitada la semana pasada a Noruega para hablar sobre Colombia como parte de un festival de artes y letras que realizó la ciudad de Stavanger, al que asistieron periodistas, poetas, cantantes, escritores y científicos de varios países del mundo, para “abrir horizontes y ampliar el pensamiento” de sus ciudadanos. Esta ciudad petrolera de 100.000 habitantes puede darse el lujo de financiar con dineros públicos un encuentro cultural y político semejante solamente porque está en un país que ya tiene resuelta la gran mayoría de los problemas, con los que seguimos lidiando la mayoría de los habitantes del planeta.

En Noruega no hay pobres, no hay guerras, la educación es una de las de más alta calidad del mundo y es gratuita hasta la universidad, y si alguien se queda desempleado, el Estado le da un salario digno mientras consigue otro empleo o se reestrena. Además, como durante años han recibido refugiados e inmigrantes de todas partes del mundo, su cultura se ha tornado diversa y el talante general es de tolerancia hacia la diferencia. Para la muestra un botón: por esos días, una hija de una colombiana refugiada en Stavanger fue elegida a un cargo de la ciudad.

¿Qué es lo que ha hecho bien este bello país de los fiordos para conseguir una sociedad tan civilizada? Me decían los noruegos con los que conversé que la clave de todo está en la igualdad, gracias a una ciudadanía que paga hasta el 60 por ciento de sus ingresos en impuestos, un Estado que redistribuye con un pulcro manejo público la enorme riqueza petrolera que recibe, y una sociedad civil organizada y una prensa libre que lo vigila bien.
Deben tener razón porque sólo con caminar por la calle percibía el radical contraste con nuestro país, uno de los más desiguales del planeta. No se ven grandes lujos, ni mansiones, ni centros comerciales estridentes, ni camionetas 4x4 que arrollen a los peatones. Tampoco se ve un mendigo, ni un niño tirado en una calle. Me contaron, con vergüenza, que por las noches en ciertas zonas de la ciudad salen las prostitutas, en su mayoría nigerianas, la mancha en el cuaderno de esta justa sociedad.

Muchos lectores dirán quizá que es una soberana bobada estar pensando en pajaritos noruegos, pues nuestra Colombia no podrá alcanzar esas alturas ni un milenio. Es verdad que nos tomaría cientos de años llegar a la producción por cabeza de Noruega que es ocho veces la colombiana, incluso al actual ritmo de crecimiento. Sin embargo, es su logro de haber cerrado al mínimo la brecha de la desigualdad lo que nos podría dar luces a esta sociedad colombiana donde la concentración de la riqueza va en aumento.

Sólo para citar uno de los más sentidos ejemplos, está la creciente concentración de la tierra. Según el libro de Salomón Kalmanovitz sobre la agricultura en el siglo XX, en 1984, los pequeños y los medianos propietarios de fincas poseían el 15 por ciento de la tierra (medida en superficie). Casi dos décadas después, en 2000, esos mismos pequeños finqueros eran dueños de apenas el 9,7 por ciento. El despojo masivo de tierras de los años recientes, perpetrado por la violencia paramilitar, y en algunas regiones también por la guerrilla, permite pronosticar con certeza que esta tendencia se ha acelerado. Entre tres y seis millones de hectáreas fueron abandonadas en los últimos años por el conflicto armado, de acuerdo con un excelente análisis sobre la tenencia de la tierra y el conflicto armado publicado por la Fundación Ideas para la Paz (FIP) la semana pasada.

En otro campo, el de la educación, en el cual se han hecho considerables progresos en el último cuatrienio, la desigualdad también es demoledora. Aún hoy el 70 por ciento de los jóvenes que deberían estar asistiendo a los grados décimo y undécimo de bachillerato o están en grados más atrasados para su edad o ya no estudian. Cuatro de cada cinco muchachos y muchachas que tienen la suerte de acceder a la educación superior (universidad, técnico o tecnológico) pertenecen a estratos altos de la sociedad y apenas uno proviene de sectores de bajos recursos. Así, la educación, el instrumento que por excelencia debe contribuir a zanjar las diferencias sociales, las perpetúa.

Estos pocos datos apenas si revelan la desproporción sideral entre las oportunidades que tienen los ricos y las que tienen los pobres en Colombia porque no muestran que la iniquidad puede ser mayor si hablamos de educación o salud de calidad. Mucho menos traslucen el trato discriminatorio para ascender laboralmente o para obtener protección policial o justicia. En el citado análisis de la FIP, por ejemplo, se muestra cómo “los derechos de propiedad y uso de la tierra en muchos municipios y departamentos de Colombia están sometidos a la precariedad jurídico-formal y a la desprotección
fáctica de parte del Estado”. Es decir, que miles de ciudadanos de los sectores sociales y regiones marginados no tienen ni siquiera la oportunidad para hacer valer ante la justicia sus derechos de propiedad.

¿Estamos destinados a vivir así en una republiqueta bananera de pocos millonarios y muchos pobres, donde para millares de jóvenes marginados la esperanza de avanzar socialmente que les queda es meterse a ‘mula’ o a político corrupto? No lo creo. Es una cuestión de poner la prioridad, el acento de gobierno en mejorar el desempeño en materia de igualdad en todos los órdenes. Frente a la posesión de la tierra, por ejemplo, el énfasis se debería hacer en ordenar y hacer más eficaces los mecanismos de titulación de tierras y actualizar los catastros. El citado informe registra cómo alrededor del 40 por ciento de los territorios no aparecen siquiera registrados, y la mitad de los predios que sí están, presentan un valor desactualizado. Así, los grandes tenedores de tierra ni siquiera pagan los impuestos debidos.

Los colombianos hemos demostrado de sobra una gran capacidad de colaboración, de solidaridad, de organización para conseguir metas colectivas. Sólo lo que logró la Federación de Cafeteros en medio siglo en desarrollo social equitativo en la zona cafetera es una prueba monumental de lo que podemos hacer. También hemos tenido gobiernos locales, como el de Fajardo en Medellín y los de Mockus, Peñalosa y Lucho en Bogotá, que han puesto como su meta principal conseguir la igualdad de los ciudadanos: han modernizado y aumentado el cobro de impuestos y con esos dineros han ampliado el acceso a educación de calidad, al disfrute de un espacio público, a un transporte digno, a la debida nutrición de sus niños y a servicios públicos.

Si “cerrar la brecha”, como rezaba el viejo eslogan lopista, se convierte en la obsesión nacional y logramos construir una sociedad más igualitaria y digna, con seguridad también estaremos construyendo un país más civilizado, donde no quepa la barbarie ni la vida valga tan poco. Y quizá podremos en una generación traer a algún periodista noruego a Yopal, no para enseñar, sino simplemente para el disfrute y el ensanchamiento cultural y político de sus ciudadanos.