viernes, 20 de agosto de 2010

Cultura y política en Colombia

domingo, 15 de agosto de 2010

Gente para mandar

Gente para mandar
Por: Mauricio García Villegas
SIEMPRE ME HA SORPRENDIDO LO mucho que se amañan los europeos en este trópico frío que es Bogotá.
A diferencia de sus ciudades de origen, aquí los extranjeros encuentran un tráfico caótico, gente que no cumple las citas, una burocracia estatal de pesadilla y, como si fuera poco, una especie de primavera lluviosa y eterna, más gris que en Bruselas y sin esperanza de verano. ¿Qué es entonces lo que tanto les gusta? Son quizás muchas cosas, pero creo que hay una más importante que todas y es la abundancia que aquí tienen de servicio doméstico: cocineras, lavanderas, choferes y jardineros cuidan de sus casas, de sus apartamentos y de ellos mismos, como si fueran nobles, esos mismos que hace tiempo se extinguieron en sus tierras natales.
Y así es, aquí viven casi como nobles, que es como viven los ricos de Colombia.
La enorme distancia entre pobres y ricos ha alimentado el espíritu nobiliario de las élites locales y su convicción de que cuando pagan a los humildes por sus servicios, están haciendo un acto de caridad, más que cumpliendo con una obligación legal. Ante la oferta casi incondicional de fuerza de trabajo —de pobres—, los ricos se sienten superiores.
El gran privilegio de la nobleza era el ocio. En contra del castigo divino que ordenaba ganar el pan con el sudor de la frente, los nobles ni trabajaban, ni sudaban. Por eso fueron destronados por la burguesía y terminaron orgullosos y arruinados. Pero esa burguesía llegó muy tarde a España y no caló del todo. De ahí viene quizás esa reputación de perezosos que tienen los españoles.
Pero si allá llegó tarde, aquí no llegó, o llegó a cuentagotas y muchas veces de manera distorsionada. Ni la burguesía antioqueña, que se dice tan trabajadora, es fiel reproductora de los valores burgueses. Los industriales de Medellín sólo se sienten realizados el fin de semana cuando se van para la finca y le patronean al mayordomo. Lo mismo les pasa a los ganaderos antioqueños e incluso a los políticos y a los comerciantes —que también son ganaderos— cuando se van para la finca el viernes por la tarde. Allí, después del ajetreo semanal y en medio de la servidumbre, se sienten, por fin, en lo suyo.
Pero ni siquiera los intelectuales o los académicos colombianos, que se supone son los más adaptados al mundo moderno, los más universales, los más globalizados, los más liberales, logran soslayar ese rezago nobiliario de la servidumbre. Nuestras universidades están llenas de secretarias, mensajeros y señoras que sirven tintos, hacen mandados o sacan fotocopias. Qué contraste con las universidades gringas o europeas, en donde los profesores hacen todo eso sin ayuda de nadie y en cumplimiento estricto del principio “do it yourself”.
Pero la causa de nuestro gusto nobiliario por la servidumbre no es la pereza, como quizás tampoco lo es en el caso español. Es más bien nuestro gusto por gobernar, por mandar y por tener poder. Es verdad que a todo el mundo le gusta tener poder, pero a nosotros nos gusta, sobre todo, aquel poder que consiste en tener gente al lado que nos obedezca. Mientras los burgueses quieren ser poderosos haciéndose ricos, nosotros queremos ser poderosos dando órdenes.
Por eso a los extranjeros les encanta Colombia, porque pueden ser poderosos de las dos maneras.

El individualismo majadero

Individualismo majadero

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Septiembre 11 de 2009

HACE MUCHOS AÑOS, EN MEDELLÍN, había un letrero en el puente de la calle 33 que decía “Si esto no es progreso, ¿entonces qué es?”.

Con el paso de los años el letrero se fue borrando, pero la idea de que el país sólo se desarrolla vaciándole cemento armado encima sigue casi intacta entre nosotros. Desde luego que las obras públicas son importantes. Si tuviéramos mejores carreteras, mejores puertos y más acueductos estaríamos más cerca del desarrollo. Pero la infraestructura física, si bien es indispensable, no lo es todo. Más aún, pensar que eso es lo único, es también parte del problema. El subdesarrollo también es mental, cultural.

El atraso cultural tiene muchas facetas. La falta de investigación científica, el bajo porcentaje de personas que lee periódicos, la ausencia de doctores (de los de verdad) y la falta de bibliotecas públicas son algunas de ellas. Pero hay algo tal vez más importante que todo lo anterior, aunque menos palpable y más difícil de conseguir. Me refiero a la capacidad para actuar colectivamente, como sociedad. Nadie lo ha dicho tan claramente como el profesor Yu Takeuchi, un japonés que vivió en Colombia por más de 50 años. Cuando le preguntaron cuál era la principal diferencia entre los japoneses y los colombianos, su respuesta fue esta: “Pues mire —dijo—, un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos”. La explicación de Takeuchi supone que un país es algo más, mucho más, que los individuos que lo componen. Un país es también, y sobre todo, un alma social, o como dicen ahora, una identidad colectiva. Es en eso que estamos muy mal.

En Colombia hay muchos individuos pero muy poca sociedad. Tenemos personajes sobresalientes —no muchos, la verdad— pero casi no tenemos empresas colectivas destacadas. Ni siquiera en el fútbol somos capaces de armar un conjunto que valga la pena. Menos en política. El presidente Uribe cuenta con grandes mayorías en el Congreso y en la sociedad, pero no es capaz de gobernar sin ofrecer notarías, subsidios y puestos para que voten por él. Somos buenos patriotas pero malos ciudadanos. Nos sublevamos cuando Chávez habla mal de Colombia pero somos incapaces de crear un partido político serio. Hacemos puentes sobre los ríos —tampoco muchos, la verdad— pero somos incapaces de acabar con la corrupción que acompaña los procesos de licitación para las obras públicas.

Nuestro espíritu gregario se concentra en la familia y en las amistades. Más allá de estos entornos privados, lo social es una competencia, un mundo dominado por la desconfianza y la trastada.

Muchos colombianos que viven en el exterior se quejan del individualismo de los europeos o de los estadounidenses. Es cierto que allí la familia y los amigos tienen menor importancia que entre nosotros, pero su individualismo está fundado en el respeto de reglas comunes y en la defensa de los intereses tanto privados como colectivos. El nuestro, en cambio, es un individualismo indómito que descree no sólo de los demás sino de lo público. Aquí cada colombiano es un Estado soberano.

Pero el individualismo criollo no sólo es salvaje y asocial, sino también majadero: al preferir la estrategia del vivo, todos terminamos bloqueándonos los unos a los otros, como en el tráfico o en la fila, y por eso terminamos peor —llegando más tarde— que si hubiésemos pensado como ciudadanos. ¿Si eso no es atraso, entonces qué es?

La demo- plutocracia

La demo-plutocracia

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Noviembre 21 de 2009

ABRAHAM LINCOLN DECÍA QUE LA democracia era el gobierno del pueblo y para el pueblo. Con esa definición Lincoln quería tomar distancia de la plutocracia, que es el gobierno de los ricos para los ricos.

Pues bien, en Colombia uno tiene la impresión de que existe una combinación de estos dos sistemas: un gobierno del pueblo, pero para los ricos. Algo así como una demo-plutocracia: el Gobierno recibe el apoyo abrumador de los más pobres, pero trabaja para defender los intereses de los más ricos. Lo digo en términos más concretos: el Presidente otorga fabulosas exenciones tributarias a los empresarios, a los banqueros, a los exportadores y a los dueños de zonas francas (8 mil millones en 2009) pero nada de eso impide que la favorabilidad del Presidente en los estratos 1 y 2 alcance el 80% (en los estratos 5 y 6 sólo llega al 50%).

En ninguna parte del país la demo-plutocracia tiene tanta fuerza como en el campo. Las experiencias de Agro Ingreso Seguro y de la hacienda Carimagua son expresiones elocuentes de una política económica cuyo fundamento es el siguiente: si los ricos se vuelven más ricos, algún día arrastrarán, en su apogeo, a los pobres y los sacarán de la miseria. Pero como lo demostró la crisis reciente de la economía mundial, esa teoría ni siquiera funciona en contextos de mercado libre, es decir de competencia plena. Cuando se aplica al campo colombiano, no sólo no tiene éxito, sino que se vuelve contraproducente: en lugar de arrastrar a los pobres, los confina en la pobreza (los desplaza).

Si estuviéramos hablando de otra cosa, por ejemplo de la industria o del comercio, la demo-plutocracia no sería tan chocante. Pero estamos hablando del campo colombiano, un territorio dominado por una oligarquía terrateniente que ha bloqueado todos los intentos de modernización durante siete décadas. Estamos hablando de los campesinos colombianos, cuatro millones de los cuales han sido despojados de sus tierras y desplazados hacia las ciudades.

Una cosa es entregar subsidios a, digamos, los campesinos de Wisconsin para que produzcan más leche y más quesos, en un Estado en donde la miseria fue erradicada hace casi un siglo y otra muy diferente es darles dinero a los latifundistas de la Costa Atlántica colombiana para que extiendan sistemas de riego, cuando la mitad de los campesinos de esa Costa no recibe agua potable en sus casas (casi diez millones de personas, la mayoría de ellos campesinos, carecen de servicio de acueducto en Colombia).

Una cosa es repartir subsidios en, digamos, Bélgica, donde los campesinos son los dueños de la tierra y viven, como campesinos, de su trabajo agrícola, y otra muy diferente es repartir subsidios a los finqueros colombianos que, por lo general, son médicos, abogados y políticos de profesión.

Alguien me podría decir que el abrumador apoyo popular que recibe esta política demo-plutocrática es suficiente para justificarla. No lo creo. Incluso suponiendo que en la ejecución de esos programas no hubiese habido problemas de corrupción, ni de clientelismo ilegal —que los hubo y a chorros— esa política me parece indigna y descarada.

Si el presidente Uribe estimaba hace algunos meses que el Estado de opinión es la fase superior del Estado de Derecho, me pregunto si hoy en día no estará pensando que la demo-plutocracia es la fase superior del Estado de opinión.

Los países y las mariposas

Los países y las mariposas
Por: Mauricio García Villegas
CUANDO UN NIÑO PREGUNTA CUÁNtos años vive un caballo, algunos viejos en Antioquia todavía responden esto: vea mijo, una gallina dura tres años, un perro tres gallinas, un caballo tres perros y una persona tres caballos; haga la cuenta. Me acordé de esa explicación el pasado fin de semana cuando se celebraba el Bicentenario. ¿Y cuánto vive un país?
Es difícil saberlo, pero lo que sí se sabe es que éstos se parecen más a las mariposas que a los caballos: no son efímeros como aquellas, pero su vida está marcada por la metamorfosis. Colombia ha pasado por dos estados: el de la colonia, su crisálida, que duró trescientos años, y el de la república, voladora, que lleva doscientos.
El contraste actual entre los Estados Unidos y América Latina se explica, en buena parte, por lo que fueron en su estado colonial. La colonia española fue más poderosa, más rica y duró más tiempo que la inglesa. A mediados del siglo XVII la participación en el mercado mundial de La Española (hoy Haití y Dominicana) era muy superior al de las trece colonias inglesas. España tenía 19 universidades en América, mientras que Inglaterra sólo tenía dos. Las iglesias, tapizadas en oro, y la grandeza arquitectónica de ciudades coloniales como Lima y México, no tenían parangón en Nueva Inglaterra o en Virginia.
Con la independencia, la relación de fuerzas se invirtió. Si en 1800 México producía algo así como la mitad de los bienes y servicios de los Estados Unidos, setenta años más tarde esa cifra había descendido al 2 %. Peor aún, en el norte del continente se creó un país enorme y poderoso, mientras en el sur las guerras civiles y la inestabilidad política duraron casi un siglo.
Son muchas las causas que explican esta inversión de destinos, pero quizás la más importante sea esta: España impuso en sus colonias un modelo de sociedad y un estilo de vida que, en el balance general del mundo colonial, estaba destinado a desaparecer. El descubrimiento de América, con su oro y sus indios, le permitió a España prolongar, durante casi tres siglos, un estilo de vida feudal, caballeresco, piadoso y épico, que estaba muriendo en el resto de Europa.
Las colonias inglesas, en cambio, no tuvieron la grandeza y el poder de las españolas, pero se montaron desde el inicio en el tren rápido de la historia: el del liberalismo, el de la competencia económica, la democracia y la defensa de los derechos individuales. Cuando las trece colonias declararon su independencia de Inglaterra, tenían acumulada una enorme experiencia de autogobierno, tolerancia y libertad que no existía en las colonias hispánicas. Boston no tenía la riqueza ni el boato de, por ejemplo, Popayán, pero estaba cultural y políticamente mucho mejor preparada para enfrentar los tiempos modernos que vinieron con la independencia.
Llevamos doscientos años apegados a los ritos y a las pompas de la vida republicana, pero los fantasmas del mundo colonial todavía nos persiguen: el latifundio, la concepción autoritaria del poder, la desigualdad social, la omnipresencia de la religión y el desprecio por los bienes públicos, todo esto hace parte de una etapa colonial que no hemos podido superar.
Así, pues, Colombia parece una nación joven e inmadura. Esto puede ser un augurio del futuro largo y próspero que nos espera, pero también es una advertencia de que si no abandonamos esa crisálida épica y poderosa que nos aprisiona, nunca lograremos levantar el vuelo.
*Profesor de la Universidad Nacional e investigador de Dejusticia.