sábado, 4 de junio de 2011

Plata para mandar

Plata para ser patrón
Por: Mauricio García Villegas
NO HE LEÍDO LA BRUJA, DE CASTRO Caicedo, ni tampoco he visto la serie basada en su libro que por estos días pasa por la televisión; pero conozco Fredonia, el pueblo antioqueño donde ocurrieron los hechos que narra Castro Caicedo y también conozco la historia de Jaime Builes, el protagonista del relato.
Vale la pena repasar esa historia: cuando estaba muchacho, Builes era peón en una finca. Se fue un tiempo del pueblo y cuando volvió, convertido en un gran capo del narcotráfico, celebró en la plaza de Fredonia, con caballos, mujeres y rancheras, para que todo el pueblo supiera lo que había conseguido; luego compró buena parte de las casas de los ricos de Fredonia y se casó con una de las hijas de la aristocracia local.
La historia de Builes es la de muchos narcotraficantes paisas, impulsados no sólo por las ganas de hacer plata, sino por una mezcla de resentimiento social y búsqueda de reconocimiento. Casi todos ellos querían ser ricos, para poder comprar hartas cosas, claro, pero sobre todo para poder mandar y no tener que obedecerle a nadie. Son rebeldes en causa propia; lanzan su furia contra las élites tradicionales (sus antiguos patrones), pero no para cambiar la sociedad sino para reproducirla, con las mismas jerarquías y los mismos pobres de siempre, pero eso sí, con ellos al mando. Son unos rebeldes conservadores. Jaime Builes regresó a su pueblo para que lo volvieran a ver orgulloso y con plata; o como él mismo decía “pa pisar con fuerza sobre las pisadas viejas”.
Pero en Colombia, las ganas de patronear no son exclusivas de los mafiosos. Al contrario, son un impulso vital profundamente arraigado en nuestra cultura. Lo que la gente envidia de los ricos no es tanto la plata, sino el poder de mando que da la plata. Tener dinero y poder mandar son dos cosas que aquí se confunden. Por eso es tan común que la gente pobre le diga “patrón” o “jefe” a la gente que tiene dinero, incluso cuando no tienen ninguna relación laboral o jerárquica con ellos. Suponen que como son ricos, son jefes, y los jefes mandan y no le obedecen a nadie. En el imaginario popular, hacer plata es volverse libre.
He oído a más de un amigo añorar un cargo público ante la posibilidad de tener chofer, secretaria y mensajero. Ni qué hablar de los cargos políticos, en donde las reverencias de los subordinados ilusionan a más de uno y en donde la consigna, “duro con los de abajo y sumiso con los de arriba”, es una norma de conducta casi universal. Esto pasa incluso con nuestra élite económica, la cual todavía conserva parte de los rezagos señoriales que tenían sus ancestros coloniales. Por eso están dispuestos a reducir sus beneficios materiales con tal de mantener intactos los honores, las venias y los halagos que reciben cuando están en Colombia.
Nuestra obsesión por el estatus y el reconocimiento social es un rezago de la sociedad jerarquizada que existía en la colonial. Pero sobre todo, es el resultado de un modelo de sociedad en donde la familia, la clase social, la religión y el honor conservan una importancia desmesurada en relación con el Estado, la igualdad ciudadana y los bienes públicos.
Reconocer que estos son rasgos sociales distintivos de nuestra sociedad nos puede ayudar a entender por qué el narcotráfico está mucho más conectado con la “sociedad de bien” de lo que casi siempre estamos dispuestos a reconocer y por qué para combatir a la mafia hay que atacar no sólo los incentivos económicos que la alimentan, sino sus las raíces culturales y sociales.