domingo, 27 de febrero de 2011

Impunidad social

Impunidad social
Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Febrero 06 de 2009

EN UNA INVESTIGACIÓN RECIENTE que hicimos en Dejusticia sobre gente que se salta la fila en diferentes sitios de la ciudad de Bogotá, encontramos que si bien ese comportamiento varía mucho de un lugar a otro —en los colegios es más común que, por ejemplo, en el Aeropuerto— los saltadores de filas no sólo abundan en la ciudad sino que es muy poca la gente que protesta de manera directa y explícita contra ellos. Más aún, lo que comprobamos es que hay tantos incumplidores porque nadie los critica.

A pesar de no estar escrita en ninguna ley ni en ninguna declaración de derechos, la regla de la fila encarna un sentido elemental de justicia que, por lo menos en abstracto, nadie discute. Pero, en la práctica, las cosas son a otro precio.

Hay dos tipos de saltadores de filas. Los primeros son los arrogantes; es decir, aquellos que se creen con derecho a pasar primero porque tienen poder, fama, dinero, palancas o simplemente porque se creen superiores a los demás. No es que desconozcan la regla que ordena hacer fila; es que creen que esa norma tiene excepciones que los benefician a ellos. Es por eso que la lista colombiana de las personas que, de hecho, están eximidas de hacer fila no sólo incluye a los lisiados, a los ancianos y a las mujeres embarazadas, como debe ser, sino a los amigos, a los jefes, a los padrinos, a los poderosos, etc. Los otros saltadores de fila son los vivos. De cierta manera, ellos también se creen superiores; no por tener poder o fama, sino por ser más astutos; por ganarles la partida a los pendejos, a los que dan papaya. Con mucha frecuencia, la arrogancia y la viveza se juntan y se autorrefuerzan, en los mismos personajes.

¿Por qué si la norma de la fila es tan elemental y tan justa, tenemos tantos incumplidores? Muchos factores intervienen; pero hay uno que me parece particularmente relevante y es la falta de vergüenza de quienes incumplen. La vergüenza es a las normas sociales —como la de la fila— lo que la multa o la cárcel son a la ley penal. En Colombia ambas sanciones son deficientes: así como carecemos de una justicia capaz de encarcelar a la mayoría de los criminales, tampoco contamos con un reproche social capaz de avergonzar a la mayoría de los incumplidores.

Aquí los saltadores de filas viven a sus anchas; casi nadie los confronta. Su desacato es visto como una fatalidad, como algo que hay que soportar, incluso tolerar, no como una falta. Por eso, los saltadores de filas no sólo no aceptan el reproche de quienes eventualmente los critican, sino que contestan esos reclamos con un airado “¡y a usted qué le importa! ¡No sea sapo!”.

Así como en Colombia debería haber más delincuentes juzgados y sancionados, también debería haber más saltadores de fila avergonzados. Aquí no sólo tenemos un problema de impunidad penal sino también de impunidad social. Esto es particularmente grave por dos razones. En primer lugar, porque la impunidad no sólo es el producto de tanto delito, sino que tanto delito es el producto de la impunidad. Por lo mismo, tanto sinvergüenza en la calle es el producto de tan poca crítica ciudadana. En segundo lugar, porque no parece una casualidad que las sociedades en donde abundan los incumplidores sociales sean también aquellas en donde abundan los incumplidores a la ley penal.

Corrupción en Colombia

Admiración, tolerancia, rebelión
La corrupción en la historia de Colombia podría agruparse en cuatro tipos básicos:

1) Evasión de impuestos. Durante siglos fueron vistos como una extorsión arbitraria de un Estado alcabalero que no dejaba trabajar. Se admiraba a los contrabandistas, a los que cultivaban a escondidas tabaco o destilaban aguardiente en alambiques clandestinos, a los comuneros que se rebelaban contra los tributos. Las novelas están llenas de héroes que se enfrentan a los agentes de rentas. Solo al afianzarse la idea de que el Estado existe para proteger los derechos de todos, se hizo normal el rechazo a los que no pagan impuestos y se aprovechan de los bienes públicos.

2) El Estado como patrimonio privado o de unos pocos dueños. Mientras las burocracias eran pequeñas y los servicios públicos, limitados, no se veía mal nombrar familiares, usar palancas, repartir baldíos a los amigos: lo malo de la rosca era no estar en ella.

3) El abuso de poder. Aunque hace unas décadas parecía normal usar los cargos públicos para extorsionar, pedir una propina, demorar un trámite u hostigar a la oposición, esto logró controlarse: hoy el ciudadano colombiano casi nunca tiene que pagar sobornos para que lo atiendan, aunque el acoso a los opositores aún existe.

4) El robo de recursos públicos. Cobrar comisiones o enriquecerse en el Estado no fue muy frecuente en Colombia hasta que la asignación de divisas, las importaciones o la licitación de contratos, a veces de obras imaginarias, se volvieron importantes en la economía, hace 30 o 40 años. Es algo frecuente en todo el mundo, y mucho país cercano es peor, de modo que parecía tolerable. Hace años uno oía decir, en elogio de algún alcalde, que "roba, pero hace obras". Lo que convirtió el caso colombiano en especialmente irritante no fue la percepción de que esto encarece los servicios y hay que pagar más por ellos, sino que se volviera un sistema de poder y de vida. Al viejo manzanillismo, que repartía puestos y favores, lo reemplazó un clientelismo que se tomó el poder en varias regiones del país y se alió con la violencia y otras formas de delito. Los contratos financian un aparato político que gana las elecciones con los recursos de la misma gente, y pone al Estado, en muchas partes, a favor del narcotráfico, de los paramilitares y a veces de la guerrilla. El ciudadano paga los impuestos con los que los políticos le compran el voto o protegen a los que lo intimidan o le quitan la tierra.

Lo intolerable fue convertir el robo o el uso ilegal de recursos públicos en la sangre de la política. Pero hubo siempre vacunas (jueces, políticos, periodistas, electores) que impidieron que la peste local invadiera todo. Narcos, paramilitares, caciques regionales se creyeron a punto de manejar el país, pero lo que quedó fue una inquieta convivencia, en la que hasta es posible tener buenos gobiernos con apoyo de los corruptos, mientras no se pasen ciertos límites.

Jorge Orlando Melo

Lo que no sabe ver la política

Lo que no sabe ver la política
Por: William Ospina
Ha vuelto a comenzar esta semana el debate sobre si la Seguridad Democrática del presidente Uribe está perdiendo la batalla frente a la violencia, si resurge la guerrilla, si se rearma el paramilitarismo, si renace la inseguridad, si crece la delincuencia común.
Los críticos del Gobierno sostienen que la política de seguridad del Estado tendrá que reorientarse; sus defensores parecen dispuestos a negar a toda costa la situación de violencia creciente que advierten muchos ciudadanos, y que los medios hoy afirman y mañana niegan, al ritmo de la lucha entre su espíritu crítico y su solidaridad con el poder.
Pero el verdadero problema no es si la Seguridad Democrática ha perdido fuerza, o si la criminalidad está resurgiendo. El problema es si de verdad se han examinado las causas profundas de la violencia colombiana, ese vasto desorden que no sólo consiste en el fenómeno atroz de la violencia guerrillera, los secuestros más largos del mundo, ese sistema infame de reclutamientos y ejecuciones, asaltos a los pueblos y campos minados, o el fenómeno igualmente perverso y a veces más cruel del paramilitarismo, con sus masacres vesánicas y su clima de terror en campos y ciudades, o la violencia paralela del narcotráfico, que ha llegado a tener sitiada a la sociedad entera y sacrificado a sus mejores hijos, o el vasto fenómeno de la delincuencia común, de atracos y asaltos y robos y paseos millonarios, sino que todavía, más allá de ese cerco infernal, mantiene a nuestra comunidad en una tensión extrema, de violencia intrafamiliar, riñas callejeras, intolerancia, campañas de eso que los medios llaman “limpieza social”, los infinitos matices de un “malestar en la cultura” que no admite interpretaciones apenas policiales o militares, sino que pone en tela de juicio los fundamentos de nuestra solidaridad nacional, los misterios de nuestra memoria compartida.
La violencia colombiana no es un fenómeno de los últimos veinte años sino una enfermedad enquistada en el cuerpo social hace muchas décadas. El propio presidente Uribe, con cifras generosas, ha dicho esta semana que la violencia sólo nos permitió vivir siete años de paz en el siglo XIX y cuarenta en el siglo XX. Un fenómeno tan asfixiante y recurrente, exigiría de nuestros líderes y de nuestros estadistas respuestas más lúcidas y más audaces que las meras campañas de exterminio que cada quince años vuelven a intentarse aquí desde tiempos remotos.
¿De verdad alguien puede creer con sinceridad que sería posible pacificar a Colombia sin emprender un gran proceso cultural de construcción de una verdadera solidaridad nacional, un movimiento profundo y democrático de dignidad, de respeto por los otros, una inversión generosa y original en caminos creadores de convivencia?
Lo que la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe podía hacer ya lo ha hecho: desmovilizar los ejércitos paramilitares, acorralar y desalentar a las guerrillas, permitir el tránsito por las carreteras, generar un vago clima de esperanza en una sociedad paralizada por el miedo e intimidada por la arbitrariedad. Pero ninguna solución meramente militar o policiva podrá hacer que esas conquistas sean duraderas, ni traer un nuevo sistema de valores a una sociedad cuyo relativismo moral autoriza por igual los crímenes de las guerrillas en nombre de una supuesta justicia social, las masacres de los paramilitares en nombre de la ley y del orden, los ajustes de cuentas en nombre de los derechos de cada quien, las riñas sangrientas en nombre de la hombría o del honor, los asesinatos de indigentes o de transexuales en nombre de la moral, las ejecuciones extrajudiciales en nombre de la eficacia policial. Ninguna solución militar nos hará más capaces de convivir y de respetarnos; ni nos dará dignidad, principios morales, conocimiento de la memoria común, conciencia de unos orígenes compartidos, de un orden de leyendas y mitos que nos permitan reconocernos unos en otros, y dejar atrás esta niebla de racismos y de clasismos, de estratificaciones y repulsiones que el país arrastra desde siglos y que lo mantiene anclado en problemas de la Edad Media y en soluciones igualmente medievales.
No será matando gente como aprenderemos a construir una sociedad digna. Por eso las soluciones de choque, como la guerra total a los criminales, podrán darnos por breve tiempo un respiro en nuestra rutina de atrocidades y de fosas comunes, pero no nos darán jamás la paz, la confianza, el clima de convivencia y la fuerza de solidaridad que permitan emprender grandes tareas históricas.
El gran error de Álvaro Uribe y de sus adoradores no está en lo que han hecho sino en lo que no sabrían hacer: creer que Colombia merece la oportunidad de un recomienzo, convocando a una gigantesca transformación de las conciencias y de la conducta cuyo eje central sea la cultura. Si juzgamos por los recursos que le asignan, comparados con los descomunales presupuestos de la guerra, aquí siguen creyendo que la cultura es una suerte de ornamento inoficioso de la sociedad.
Pero si las sociedades conviven es fundamentalmente por su cultura, por su manera de utilizar el lenguaje, por los principios que se afirman en las conciencias, por la actitud de unos ciudadanos hacia los otros. Cosas que no se inventan en un día, pero que es inmensamente necesario recuperar cuando toda una sociedad, empezando por sus propias élites, ha avanzado tanto por el camino de la indiferencia, de la inhumanidad y de la claudicación en los principios.
Unos tímidos ejercicios de cultura ciudadana empezaron a modificar el rumbo de una ciudad como Bogotá, que parecía echada a perder. ¿Qué no podría hacer todo un país si decidiera enfrentar la violencia no sólo con las armas, sino sobre todo con ideas, con imaginación, con un audaz ejercicio colectivo de dignificación de millones de seres humanos?
Pero para eso no basta odiar a los malos, es necesario amar al país. “¿Amar?”, oigo decir con sorna a los pacificadores, mientras cargan sus armas.

sábado, 5 de febrero de 2011

Por un país al alcance de los niños

POR UN PAIS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
Gabriel García Márquez
Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.
Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de abordo describió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares y sonajas de latón.
Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras: que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber donde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.
Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los Incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos de memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un círculo laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los Aztecas y los Mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.
En la esquina de los dos grandes océanos, se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia.
La habitaban desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias bien definidas.
No tenían una Nación de estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias.
Tenían sistemas antiguos de ciencias y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana - que tal vez sea el destino superior de las artes - y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la ilusión para una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a un millón por la crueldad de los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible, y los esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos, pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros, esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los Negros carecían de todo, inclusive de un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos.
Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los Negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauró una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a los prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas y civiles que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores convencidos por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro. A todos los deslumbraron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: faquires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.
Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en e] folklore del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.
Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante inclusive sus defectos. En las ciudades menos pensadas de cualquier país puede encontrarse a la vuelta de un a esquina la reproducción en vivo de una calle cualquiera de Colombia: las casas de colores intensos, la fonda con el nombre de la ciudad amada. el salón de cine en español. la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 De Agosto con sus chorros de músicas enloquecidas, la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso.
La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para horrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX. y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje. Pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy está lejos de imaginar cuánto dependernos del vacío mundo que ignoramos.
Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales y se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas. y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor ¡en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.
Pues somos dos países a la vez: uno de papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso - y Dios nos libre - todos somos capaces de todo.
Tal vez un reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad; tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad; queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aún contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.
La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética - y tal vez una estética - para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el, país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.