miércoles, 11 de abril de 2012

Jugando con el hambre

Jugando con el hambre: los millonarios negocios con la tierra
Hay un producto más atractivo que el oro, más rentable que el petróleo y más codiciado que las acciones de Apple: la tierra. En los últimos diez años en África, América Latina y el Sureste Asiático, 230 millones de hectáreas han sido cedidas, vendidas o alquiladas a estados petroleros, potencias emergentes, conglomerados industriales, fondos de inversión y bancos. Es como si hubieran comprado a Francia, España, Alemania, Reino Unido, Italia, Portugal, Irlanda y Suiza juntos. Una fiebre de miles de millones de dólares que está trastornando el planeta al establecer plantaciones gigantes donde antes solo había sabanas, selvas y pequeñas parcelas. Puede ser la oportunidad para impulsar una verdadera revolución verde pero, a cambio, el mundo está jugando con su equilibrio y su sostenibilidad.
Desde tiempos coloniales, empresas y gobiernos extranjeros se tomaron tierras en todo el mundo. Pero en 2008, cuando se dispararon los precios de los alimentos, se aceleró el frenesí por comprar. Ese año, según la compañía de análisis financiero Bloomberg, el trigo aumentó 130 por ciento; la soya, 87 por ciento; el arroz, 74 por ciento, y el maíz, 31 por ciento. Sorprendidos, países que importan gran parte de su comida, inversionistas y compañías agroindustriales redescubrieron el aforismo del autor estadounidense Mark Twain: "Compren tierra porque ya no la fabrican".

Comenzó entonces la carrera por las hectáreas. Como le dijo a SEMANA Danielle Nierenberg, experta en agricultura sostenible de la ONG Nourishing the Planet: "muchos países ricos se empezaron a preocupar por la manera como iban a alimentar a su población en 10, 20 o 30 años y se pusieron a buscar sitios para cultivar". Así fue como Arabia Saudita, Emiratos Árabes o Qatar, países desérticos que importan 60 por ciento de su comida y que tienen los bolsillos repletos de petrodólares, se volcaron a adquirir suelos fértiles en Etiopía, Kazajistán o Indonesia.

Japón, China y Corea del Sur también compraron compulsivamente. Seúl controla ahora, a través de grandes consorcios como Daewoo o Hyundai, 2.300.000 hectáreas en otros países. Es uno de los terratenientes más grandes del planeta y sus propiedades llegan hasta Brasil, Tanzania, Filipinas o Rusia. China, por su parte, se prepara para enfrentar un reto enorme. Tiene 1.400 millones de bocas para alimentar, el 20 por ciento de la población mundial, pero menos del 10 por ciento de los suelos cultivables del planeta. Con la urbanización y la industrialización, se está consolidando el problema. Por eso en los últimos años Beijing firmó contratos con más de 30 países.

Uno de estos es República Democrática del Congo, el país más grande de África, que lleva décadas atrapado en la llamada guerra mundial de África. En esa nación, empresas chinas consiguieron una concesión para instalar la plantación de palma más grande del mundo, que cubrirá en los próximos años un millón de hectáreas -casi cuatro veces el tamaño de Bogotá-.

Pero no solo los gobiernos invierten. Con los precios del petróleo por las nubes, la demanda por biocombustibles está aumentando a una velocidad vertiginosa, y con ella la presión para sembrar caña de azúcar, palma africana, soya o jatropha, una mata con propiedades similares. Grandes empresas del sector energético, químico o agroindustrial están adquiriendo por doquier. En Argentina, enormes extensiones de soya, destinada a biocombustibles, están devorando la pampa y reemplazando alimentos como el ganado o el trigo.

Pero el suelo ya no es solo para cultivar. También se volvió una forma para ganar mucho dinero. Después de la crisis financiera de 2008, las tierras atrajeron inevitablemente a los mercados financieros, pues es un negocio seguro. Con el auge de los biocombustibles, el calentamiento global, el incremento de la población mundial y el alza de los alimentos, la presión sobre la tierra va a seguir creciendo. Warren Buffett, el multimillonario estadounidense, se gastó 400 millones de dólares en soya y azúcar en Brasil. En Argentina, la familia Benetton posee 900.000 hectáreas en la Patagonia y el gurú de las finanzas George Soros ya tiene un fondo para adquirir tierras en América del Sur.

Como la compra masiva de tierras es aún un fenómeno reciente, sus consecuencias aún son inciertas. Los nuevos terratenientes insisten en que es una oportunidad única para sacar de la miseria a millones de campesinos. Prometen inversiones en educación, salud, carreteras, inyectar tecnologías y mejorar la productividad. Pero, como dijo a SEMANA Carlos Vicente, de la ONG Grain, los riesgos son demasiado grandes: "El acaparamiento de tierras ya está teniendo un tremendo impacto. El desplazamiento de comunidades locales, la destrucción de las economías regionales, la pérdida de la producción de alimentos para el consumo local, la pérdida de la biodiversidad, los impactos de los monocultivos y de los agrotóxicos usados en la producción agroindustrial son efectos que ya son parte de la realidad".

Las dos terceras partes de los nuevos negocios se están firmando en África, en países que muchas veces carecen de instituciones capaces de ejercer un control. Las transacciones son opacas y los derechos del campesino no son precisamente la preocupación principal de los dirigentes. Además, muchos países están dispuestos a todo tipo de sacrificios con tal de atraer las inversiones. Philippe Heilberg, un inversionista estadounidense que tiene cientos de miles de hectáreas en Sudán del Sur, se lo explicó con mucho cinismo a la revista Der Spiegel: "Cuando hay poca comida, el inversionista necesita un estado débil que no lo fuerce a regirse por las reglas". Así es como en Mozambique inversionistas consiguieron contratos de alquiler de 99 años, con exenciones de impuesto sobre 25 años, al irrisorio precio de un dólar por hectárea al año. Cada año solo van a pagar 300.000 dólares, lo que vale una casa en un suburbio de clase media en Houston.

También abundan denuncias de grandes organizaciones humanitarias sobre regiones enteras que son desplazadas. En enero, Human Rights Watch denunció que 70.000 campesinos de Etiopía abandonaron sus pueblos después de que el gobierno vendió sus tierras. Oxfam, por su parte, indicó que en Uganda 20.000 personas salieron de sus parcelas para que ahí se instale una compañía maderera.

Pero tal vez la mayor preocupación es que, aunque parezca contradictorio, la producción masiva estimula el hambre. Nierenberg dijo que "los gobiernos muchas veces venden sin consultar con las comunidades. Los granjeros, ya sin parcela, no pueden alimentar a su familia y se ven obligados a migrar a las ciudades". Además, los alimentos ahora compiten en un mercado global. El pobre de Etiopía tiene que pagar un precio competitivo por el trigo que consume o, de lo contrario, el producto es exportado. Y el modelo agrícola, basado sobre todo en biocombustibles, acaba con los cultivos tradicionales. A mediados del año pasado, miles de personas murieron de hambre en el Cuerno de África. Una crisis que, según un reporte del Banco Mundial, fue provocada por una sequía prolongada, pero también por el auge de biocombustibles que contribuyeron a la inflación de la comida.

Por ahora, activistas y ONG tratan de imponer un código ético mundial, mayores controles y más transparencia en el mercado de tierras. Aunque algunos, como Carlos Vicente, piensen que "buscar un punto medio es como intentar que convivan en una jaula un cordero y un león", el mundo tiene la obligación de resolver pronto cómo va alimentarse, sin correr el riesgo de autodestruirse.

lunes, 2 de abril de 2012

El fin del matrimonio

El fin del matrimonio
Alejandro Gaviria
En 1962, hace ya 50 años, la firma encuestadora Gallup le hizo la siguiente pregunta a una muestra de mujeres estadounidenses: ¿En general quién cree usted que es más feliz, una mujer casada encargada de su familia o una mujer soltera que trabaja? El comentarista conservador Charles Murray llamó la atención recientemente sobre la uniformidad de las respuestas, más de 90% de las entrevistadas respondieron que las mujeres casadas eran más felices.
La pregunta era casi una provocación, sugiere Murray. El matrimonio era considerado entonces un destino ineluctable. La gente nacía, se casaba, se reproducía y moría. Eso era todo.
Medio siglo después, las cosas han cambiado de manera radical. La gente pospone cada vez más el matrimonio. O nunca se casa. O si lo hace, se separa después de unos cuantos años. El entorno familiar se ha transformado consecuentemente. En Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje de niños nacidos por fuera del matrimonio pasó de 3% en 1960 a más de 30% en 2010. El porcentaje de niños criados por un solo padre ha seguido una trayectoria similar. Además, las parejas casadas son menos felices. En 1962, 63% de las mujeres decía sentirse muy feliz en el matrimonio; en 2010, este porcentaje ya era inferior a 40%. El matrimonio no atrae, ni amarra, ni entretiene.
No sólo en Estados Unidos. En Colombia, el divorcio es cada vez más común y la unión libre se ha generalizado, sobre todo en las familias de menor nivel socioeconómico. Estas tendencias tienen efectos probados sobre la socialización de las generaciones futuras. En promedio, los hijos de padres casados muestran mejores resultados escolares, menores problemas psicosociales y una mejor salud, tanto física como emocional. La evidencia al respecto es inmensa. Apabullante, podría decirse. Para el caso de Colombia, por ejemplo, los investigadores Diego Amador y Raquel Bernal mostraron recientemente que, todo lo demás constante, los hijos de padres casados tienen un mejor desempeño escolar que los hijos de padres en unión libre. El matrimonio, sugieren los autores, acrecienta la responsabilidad y el compromiso de los padres.
¿Puede hacerse algo al respecto? No mucho. El retorno a un supuesto pasado idílico que proponen Murray y otros comentaristas conservadores es imposible. La estatización casi completa del cuidado infantil que proponen algunos liberales es también utópica, sobreestima las capacidades estatales y subestima las restricciones financieras. El Estado no puede sustituir a la familia. No completamente al menos. El novelista Michel Houellebecq plantea el problema con precisión: “es deplorable que la unidad familiar esté desapareciendo. Uno puede argumentar que aumenta el dolor humano. Pero, deplorable o no, no hay mucho que podamos hacer. Esa es la diferencia entre mi visión y la de un reaccionario: yo no tengo interés en devolver el tiempo. No creo que pueda hacerse”.
Más allá de las políticas públicas, de la reingeniería de valores que propone la derecha o la ingeniería social que promueve la izquierda, el declive del matrimonio y por ende de la familia es un fenómeno trascendental, con consecuencias inquietantes en el mejor de los casos. “Por esta y otras razones, la sociedad ha venido perdiendo la capacidad de producir adultos equilibrados, razonables”, me dijo un colega hace unos meses. Razón no le falta.