lunes, 17 de septiembre de 2012

EL SEXO VENDIENDO Y LA MUJER PERDIENDO

El sexo vendiendo y la mujer perdiendo

Germán Uribe

Una publicidad impetuosa embriagada con el uso y el abuso del erotismo y los cánones de la belleza femenina, "confiscándole" a la mujer sus atributos en aras del aprovechamiento comercial.

Es en el universo de la publicidad en donde la segregación de la mujer, súbdita sempiterna de los excesos machistas, se hace más visible. Esta vitrina de destellos ilusorios es la encargada de arrastrar al género femenino hacia la esclavitud de su imagen transformándola en uno de los productos más “rentables” del frenético apogeo comercial de nuestro tiempo.

Ellas vienen contribuyendo, aunque sin haberlo proyectado o proponérselo, a una situación de deterioro de su dignidad y su decoro, permitiendo que se las trate como la nueva materia prima de uno de los negocios más poderosos de la era moderna. Están, pues, en manos de una publicidad sexista que, sin escrúpulos, viene conduciéndolas hacia una única y perversa valoración posible: el "objeto sexual" estereotipado como gancho de enorme atracción entre consumidores y productores de toda clase de mercancías que, probablemente también, sirve para encarecer, en relación directa con la belleza que los anuncia, los "artículos" ofrecidos.

"En los últimos años los anuncios de pantalones vaqueros, perfumes, y muchos otros productos", refiere un analista, "han ofrecido imágenes provocativas que fueron diseñadas para activar respuestas sexuales de tan amplio espectro de la población como fuera posible, para dar una sacudida eléctrica por su ambivalencia, y para apelar a menudo a los deseos bisexuales reprimidos que se piensa comportan una mayor carga emocional." Y el mismo Calvin Klein rotulaba a los pantalones vaqueros como afirmación de sexo, y añadía que "la abundancia de carne desnuda es el último intento de los publicistas de dar a productos redundantes una nueva identidad".

Ellas vienen contribuyendo, aunque sin haberlo proyectado o proponérselo, a una situación de deterioro de su dignidad y su decoro, permitiendo que se las trate como la nueva materia prima de uno de los negocios más poderosos de la era moderna. Están, pues, en manos de una publicidad sexista que, sin escrúpulos, viene conduciéndolas hacia una única y perversa valoración posible: el "objeto sexual" estereotipado como gancho de enorme atracción entre consumidores y productores de toda clase de mercancías que, probablemente también, sirve para encarecer, en relación directa con la belleza que los anuncia, los "artículos" ofrecidos.

"En los últimos años los anuncios de pantalones vaqueros, perfumes, y muchos otros productos", refiere un analista, "han ofrecido imágenes provocativas que fueron diseñadas para activar respuestas sexuales de tan amplio espectro de la población como fuera posible, para dar una sacudida eléctrica por su ambivalencia, y para apelar a menudo a los deseos bisexuales reprimidos que se piensa comportan una mayor carga emocional." Y el mismo Calvin Klein rotulaba a los pantalones vaqueros como afirmación de sexo, y añadía que "la abundancia de carne desnuda es el último intento de los publicistas de dar a productos redundantes una nueva identidad".

Simplificando, observamos a una sociedad de consumo apalancada en la utilización del erotismo y los cánones de la belleza femenina "confiscándole" sus atributos en aras de alcanzar unos propósitos expansivos de tipo comercial.

Sin embargo, previas estas apresuradas observaciones, la preocupación que me mueve en esta ocasión es otra. 

De entrada sé que abordando este tema como lo haré, inculpando también a tantas de "ellas" que no han reflexionado frente a la sutil maniobra, quedo expuesto a su irritación. No importa, porque lo que importa, sí, es evitar generalizaciones insinuando que lo son todas por su condición de género. De igual manera, también importa mencionar a manera de respetuosa súplica para que modelos y publicistas revisen lo que viene sucediendo, los excesos del día a día en la sugestión sexual como instrumento de persuasión mercantil.

Y es que en asuntos de banalidad, impresionan los "avances" y la "frescura" desbocada de tantas mujeres en la televisión colombiana de estos días. Hace algunos años pensaba que el colmo consistía en la transmisión de unas cuñas publicitarias en donde la "mujer-objeto", con su consentimiento, era manipulada y degradada, lo que de por sí ya era censurable.

¡Pero qué decir ahora!

Algunas mujeres, naturalmente entrampadas y encandiladas por la fama y la fortuna, sin pundonor ni recato, están ofreciendo los encantos exquisitos de su cuerpo en cuanta promoción comercial las requiera, promocionándolo todo a cambio de una efímera prosperidad. Dinero para vivir bien y fama para seguir acumulando dinero en el mismo oficio. Pero tales "modelos", en esta carrera enloquecida, y sin racionalizarlo bien, están matando ellas mismas la gallina de los huevos de oro. A diario rebotan de la pantalla a nuestras miradas ávidas tal cantidad de senos sublimes y voluptuosos, cinturitas eróticas, piernas seductoras y “derrière” pluscuamperfectos, que no tardará la hora en que aquellas miradas libidinosas, terminen por saturarse. 

Ya la sabia expresión popular tras siglos de experiencia lo señaló: “Bueno es culantro pero no tanto”.

Y es que para nadie es un secreto ni constituye vergüenza lo que la madre natura con generosidad gratificante les entregara a ellas para hacer florecer doblemente la vida con sus dones para la creación y el placer, ya que cuánta fascinación "perturbadora" no está contenida en sus cuerpos; cuántas pasiones embriagadoras no despierta su desnudez; cuánta valía no tiene para el hombre su piel cautivante, sus líneas sensuales, sus contornos, sus colinas y sus profundidades. Pero si la ración diaria que se nos ofrece es siempre la misma, invariable, si todos los días estamos precisados a alimentarnos sólo de coliflor o de atún, si ya no es un enigma nada y el atractivo del misterio y la magia, de lo por descubrir o de lo cambiante se pierde en la monotonía de una reiteración, aquí y ahora estamos comenzando a perder todos: hombres, mujeres y publicistas.

Qué bueno sería que la mujer, que intrépidamente viene librando y ganando batallas por su autonomía, por sus derechos a la igualdad, por su honra, repasara a fondo y abriera sus bellos ojos ante las nuevas formas de esclavitud y servilismo a que la viene sometiendo esta sociedad mercantilista y machista. Con el espejismo de ciertos derechos hoy por hoy reconocidos ampliamente y que le permiten un trato equivalente, la mujer, no obstante, está dejándose conducir al retorno de su ancestral infortunio: ser la explotada y sumisa servidora de la utilitarista, exigente y caprichosa voluntad del hombre… publicista.

Aunque muchas rechazan que se las tilde de simples objetos sexuales, por estas nuevas tendencias pareciera que se están empeñando precisamente en eso. En serlo.

Y no es que no las codiciemos así. Nosotros, los hombres. Pero, ¿y ellas? ¿Acabarán por acostumbrarse a ser justipreciadas simplemente por ello? ¿A que el mayor de sus méritos y su seguro de vida estén directamente relacionados al embrujo de su desnudez o al fulminante impulso de su desenfado y osadía que ahora parece habitarlas como huésped constante?

Pero, en fin, para disculparme con ellas, concretamente con las "historiadas" aquí, terminaré admitiendo con Oscar Wilde que “las mujeres han sido hechas para ser amadas, no para ser comprendidas”. Y con Sor Juana Inés de la Cruz, en acto de extrema y debida contrición, repetiré:

“Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis”

REPUTACIÓN Y EXPOSICIÓN PÚBLICA

¿Acaso no tenemos vergüenza?

Umberto Eco

Hubo un tiempo en que las reputaciones sólo podían ser buenas o malas, y cuando la reputación de una persona quedaba arruinada —debido a una bancarrota, por ejemplo, o por el rumor de que su esposa le estaba siendo infiel—, podía llegar al extremo de suicidarse o cometer un crimen de pasión. Naturalmente, todos aspiraban a tener una buena reputación.

Desde hace un tiempo, sin embargo, el énfasis en la reputación ha cedido su lugar a un énfasis en la notoriedad. Lo que importa es ser “reconocido” por los compañeros —no reconocido en el sentido de estima o de premios, sino en el sentido más banal de que, cuando uno es visto en la calle, pueden decir “¡Miren, es él!”—.

La clave radica en ser visto por mucha gente, y la mejor forma de hacer eso es aparecer en televisión. No es necesario ser un ganador del Premio Nobel o un primer ministro; todo lo que uno tiene que hacer es confesar en un programa de televisión que su compañera lo ha traicionado.

En Italia, cuando menos, los primeros héroes de este género fueron esos idiotas que acostumbraban colocarse detrás del entrevistado y saludaban a las cámaras. Esto quizá los haya ayudado a ser reconocidos la noche siguiente en un bar (“¡Te vi en la televisión!”), pero tal fama no duraba mucho.

De forma que gradualmente fue aceptado que, para poder hacer apariciones frecuentes y prominentes, era necesario hacer cosas que en épocas pasadas hubieran arruinado la reputación de una persona. No es que la gente no aspire ya a tener una buena reputación, sino que es bastante difícil adquirirla; una persona tendría que realizar un acto de heroísmo, ganar algún premio literario importante o dedicar toda su vida a cuidar de leprosos.

Cosas así no están al alcance de la mayoría de la gente. Es más fácil convertirse en un sujeto de interés popular —especialmente de la variedad más mórbida— mediante el recurso de acostarse con una celebridad o ser acusado de un fraude.

No estoy bromeando. Como prueba, observe el aire orgulloso del extorsionador o del bribón barato de barrio que aparece en la televisión después de ser aprehendido. Esos momentos de exposición y notoriedad bien valen un poco de tiempo en la cárcel, y es por eso que el bribón casi siempre está sonriendo.

Han pasado décadas desde el tiempo en que la vida de una persona quedaba arruinada porque era exhibida sujeta por unas esposas.

Este es el tipo de cosas de las que hablamos en el evento de La Reppublica, respecto de la reputación.

Justo al día siguiente di con un largo artículo en la prensa intitulado “Pérdida de la vergüenza” —un comentario acerca de diversos libros con títulos como Vergüenza: la metamorfosis de una emoción y Sin vergüenza—. Así que al parecer la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre las costumbres modernas.

Ahora bien, este deseo frenético de ser visto —y de obtener notoriedad al precio que sea, incluso si significa hacer algo que antes era considerado vergonzoso— ¿brota de la pérdida de la vergüenza o es lo opuesto? ¿Se ha perdido nuestro sentido de la vergüenza porque actualmente es más importante ser visto, aunque eso signifique caer en desgracia?

Me inclino hacia la segunda hipótesis. Es tanto el valor que se da a ser visto, y a convertirse en tema de conversación, que la gente está dispuesta a abandonar lo que antes era llamado decencia (no digamos ya la protección de la propia privacidad).

El autor de Pérdida de la vergüenza también menciona otra señal de desvergüenza. Muchas personas hablan en voz alta por sus teléfonos celulares en el tren, informando a todos de sus asuntos privados —el tipo de información que antes se susurraba, no se transmitía—. No es que la gente no se dé cuenta de que otros pueden escucharlos, lo que los haría simplemente gente sin educación, sino que subconscientemente quieren ser oídos, incluso si sus asuntos privados son bastante insignificantes. Pero, qué vamos a hacer: no todo el mundo puede tener asuntos privados importantes, así que quizás es suficiente con ser visto y oído.

He leído que algún movimiento eclesiástico está promoviendo un retorno a la confesión pública. Tienen cierta razón: ¿qué tiene de divertido revelar tu vergüenza a un solo confesor cuando se puede estar hablando a las masas.