Corrupción,
clientelismo y mafias
por Libardo Sarmiento Anzola
De
acuerdo con el
Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo - CLAD- la
corrupción constituye un grave problema y una significativa amenaza para la
estabilidad y seguridad de las sociedades, en la medida en que socava las
instituciones y los valores de la democracia, la ética y la justicia y
compromete seriamente el desarrollo sostenible y el imperio de la ley, además
de erosionar la moral de las sociedades y distorsionar las economías y la
asignación de recursos para el desarrollo.
En el caso colombiano, esta patología3
presenta elementos similares a la situación italiana. Los fenómenos de
clientelismo, corrupción, criminalidad organizada y negocios privados, si bien
se trata de cuestiones diferentes, se encuentran relacionados y tienen un alcance
sistémico, complejo, dinámico y evolutivo. Dinero, poder y violencia fluyen
rítmicamente por todos los circuitos.
Hacia un Estado y una
economía mafiosas
El estudio adelantado por Caciagli,
sobresaliente representante de la academia politológica italiana, nos aporta
elementos para la comprensión de la situación colombiana4. Según Caciagli, la
corrupción ha resultado ser otra relación de intercambio como el clientelismo y
ambas representan una «privatización» de la política claramente contraria a los
principios y a las reglas de la democracia. El politólogo italiano recuerda que
mientras el vínculo del clientelismo es vertical (patrono/cliente en posición
jerárquica), el de la corrupción es horizontal ya que la relación entre
corruptos y corruptores es igualitaria; en el primero predomina el poder y en
el segundo el dinero. De otra parte, el crimen organizado tiene una dimensión
política por los vínculos entre las mafias y determinados partidos e
instituciones públicas. Las mafias controlan un submundo social semi-periférico
apreciable y, por tanto, tienen influencia política (votos, cargos, finanzas).
Por tanto, mientras la mafia ofrezca trabajo, distribuya dineros y proporcione
carreras será imbatible, a menos que el estado sea más eficaz en esos ámbitos y
no tolere ser suplantado. Además, la represión policial y judicial ha revelado
ser notoriamente insuficiente, tanto por las «infiltraciones» mafiosas en el
aparato del Estado como por la notable base social «cómplice» de cosa nostra
dada la persistencia de una cultura popular que desconfía de los poderes
públicos. Por tanto, ni una parte del Estado ni otra de la sociedad están a la
altura de las circunstancias, de ahí que el combate estrictamente penal contra
la criminalidad organizada fracase de modo reiterado.
Caciagli señala con acierto que entre la
criminalidad, el clientelismo y la corrupción existen intricadas y complejas
relaciones, de ahí que acaben confluyendo conjuntamente en el vaciamiento de la
democracia. El clientelismo y la criminalidad pertenecen a una cultura política
alternativa a la democrática («manera de ser»), mientras que la corrupción es
un medio («manera de actuar»); dicho de otro modo, los dos primeros fenómenos
son fisiología (afectan al funcionamiento del sistema), mientras que la
corrupción es una patología (una «enfermedad»). Concluye el investigador
italiano afirmando que sólo profundos cambios estructurales en las bases
económico- sociales, culturales, políticas y subjetivas de la sociedad podrían
reducir de modo significativo la terrible influencia condicionante y recíproca
entre mafias, corruptos y clientelistas.
Para el caso colombiano, Gabriel Misas
asimila la corrupción a un triángulo de hierro conformado por la alta
administración pública, las empresas electorales y una parte del mundo de los
negocios.
"Triángulo de hierro en cuyos
vértices están los administradores de la cosa pública, políticos y empresarios
que se coaligan para llevar a cabo negocios que les permitan a los últimos
obtener contratos, eliminar la competencia, reducir costos, tener tratamientos
favorables en materia tributaria y recibir subsidios a través de leyes
diseñadas para tal efecto; a cambio de lo cual los primeros reciben sobornos y
a los segundos se les financia las campañas políticas"5. En la concentración
de tierras y en la acumulación de capital se han utilizado a lo largo de la
historia colombiana prácticas fraudolentas y la violencia, concluyendo con el
maridaje entre los poderes político y económico, la captura del Estado por
parte de las elites y la exclusión de tres cuartas partes de la población de
los beneficios del desarrollo.
De igual manera, Rensslaer W. Lee y
Francisco Thoumi lograron demostrar en detalle el estrecho vínculo entre las
organizaciones criminales, el régimen político y la economía legal en Colombia.
Afirman que en situaciones de recesión económica, los empresarios locales han
apelado a la industria de las drogas ilícitas para obtener inyecciones de
capital, inclusive algunos de ellos se volvieron narcotraficantes6. Esta relaciones
corruptas se ven beneficiadas por el amparo y protección de la clase política y
la tecnocracia de alto nivel del Estado.
Todo ello ha conducido a definir la
actual fase del capitalismo colombiano como mafioso. De acuerdo con los
resultados preliminares de la investigación "Caracterización de la elite
intelectual de las reformas estructurales en Colombia"7, al finalizar la
década de 1980 las transformaciones capitalistas habían producido un cambio en
el balance de poder en Colombia. La formación capitalista se orienta hacia un
capitalismo más especulativo que consolida, igualmente, estructuras mafiosas.
La prosperidad capitalista tiene como uno de sus soportes la incorporación de
capitales del narcotráfico a los circuitos legales de la acumulación; es
indiscutible la alianza con el latifundio, sectores del capital industrial,
construcción, hotelería, turismo y de los mismos sectores financiero y comercio
de importación.
Es notorio, agrega Jairo Estrada,
director del estudio, el surgimiento de nuevos «polos regionales de
acumulación» basados en los capitales del narcotráfico. Las estructuras
mafiosas han permeado igualmente las instituciones del Estado (todos los
poderes públicos), incluidas las fuerzas armadas, los partidos políticos y la
iglesia. En consecuencia, la producción política de reformas para la
desregulación económica y financiera para alentar el mercado de capitales, como
base del crecimiento y el desarrollo, según los presupuestos neoclásicos, fue
al mismo tiempo un factor decisivo para la consolidación de las estructuras
mafiosas del capitalismo colombiano y, en ese sentido, se constituye igualmente
en factor explicativo de las configuraciones actuales del régimen político.
Reforma del Estado y
participación ciudadana
El afianzamiento de la democracia y la
ineficacia de la estrategia en procura de una buena administración pública
(relacionada principalmente con la ley, una supervisión cerrada y una auditoría
acertada) vienen conduciendo a los países a encarar nuevos procesos de reforma
a la gestión estatal. Los cambios que comienzan a producirse en la década de
1980 se orientan en dirección de la descentralización y la adopción de nuevos
mecanismos de responsabilidad como la gestión por objetivos, la competencia
administrada y un mayor control social. Para los países latinoamericanos el
desafío es doble: la democratización de la burocracia obliga a concebir la
reforma administrativa como una reforma política en la cual la ciudadanía actúe
como un actor político clave. En consecuencia, la pregunta ha resolver es la
siguiente ¿Cómo lograr el control de la sociedad civil sobre el servicio
público?8.
La respuesta lleva implícita la
necesidad de fortalecer la sociedad y recuperar la noción de lo público, lo que
implica la reforma institucional y la democratización de la sociedad política y
de la administración pública. La participación ciudadana se constituye en la
estrategia fundamental para propender a transmutar las asimetrías en la
representación e intermediación política a través de formas de representación
social que no impliquen la delegación de mandatos y soberanía y que puedan, a
su vez, contribuir a la presión por la democratización de los mecanismos
tradicionales a través de los cuales la esfera pública-social puede operar como
una instancia de crítica y control sobre el aparato del Estado. En
consecuencia, la representación y la participación social adquieren una
importancia central en la reforma administrativa y la superación del patrón
corporativo y los enfoques mercantilistas actualmente dominantes9.
Pero este fortalecimiento de la esferas
pública y la democracia implica vencer las resistencias que oponen las mafias,
los clientelistas, los corruptos y los tecnócratas a la participación
ciudadana. La oferta participativa en Colombia, además de ser restrictiva y
atomizada, tiene un claro perfil: a la población se le asignan principalmente
funciones de iniciativa y fiscalización y en menor medida de consulta,
concertación, decisión y gestión. Por ello, las instancias oficiales que
promueven el control ciudadano contra la corrupción son limitadas y reducidas a
la casuística individual de poca monta frente a los alcances, complejidad y
sofisticación del problema en Colombia: atención de denuncias sobre
malversación de los recursos del Estado, auditorias articuladas con
organizaciones de la sociedad civil, organización de comités de vigilancia ciudadana,
audiencias públicas y foros deliberativos.
La falta de voluntad de las instancias
oficiales para impulsar la participación ciudadana y democratizar la esfera
pública queda al descubierto al observar que después de diez años de creada la
«Comisión Nacional Ciudadana para la Lucha Contra la Corrupción», en el marco
de la Ley 190 de 1995 o Estatuto Anticorrupción, ésta no ha sido implementada.
Su materialización, por lo menos, sería un inicio del control social más formal
a la vez que el gobierno demostraría su interés real en que los ciudadanos
participen en el control a la gestión pública. Queda una pregunta, ¿está la
sociedad y el Estado a la altura para enfrentar este contubernio entre mafias,
clientelistas, corruptos, empresarios y élites que han capturado al Estado?