martes, 8 de marzo de 2016

La demoplutocracia

La demo-plutocracia

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Noviembre 21 de 2009

ABRAHAM LINCOLN DECÍA QUE LA democracia era el gobierno del pueblo y para el pueblo. Con esa definición Lincoln quería tomar distancia de la plutocracia, que es el gobierno de los ricos para los ricos.

Pues bien, en Colombia uno tiene la impresión de que existe una combinación de estos dos sistemas: un gobierno del pueblo, pero para los ricos. Algo así como una demo-plutocracia: el Gobierno recibe el apoyo abrumador de los más pobres, pero trabaja para defender los intereses de los más ricos. Lo digo en términos más concretos: el Presidente otorga fabulosas exenciones tributarias a los empresarios, a los banqueros, a los exportadores y a los dueños de zonas francas (8 mil millones en 2009) pero nada de eso impide que la favorabilidad del Presidente en los estratos 1 y 2 alcance el 80% (en los estratos 5 y 6 sólo llega al 50%).

En ninguna parte del país la demo-plutocracia tiene tanta fuerza como en el campo. Las experiencias de Agro Ingreso Seguro y de la hacienda Carimagua son expresiones elocuentes de una política económica cuyo fundamento es el siguiente: si los ricos se vuelven más ricos, algún día arrastrarán, en su apogeo, a los pobres y los sacarán de la miseria. Pero como lo demostró la crisis reciente de la economía mundial, esa teoría ni siquiera funciona en contextos de mercado libre, es decir de competencia plena. Cuando se aplica al campo colombiano, no sólo no tiene éxito, sino que se vuelve contraproducente: en lugar de arrastrar a los pobres, los confina en la pobreza (los desplaza).

Si estuviéramos hablando de otra cosa, por ejemplo de la industria o del comercio, la demo-plutocracia no sería tan chocante. Pero estamos hablando del campo colombiano, un territorio dominado por una oligarquía terrateniente que ha bloqueado todos los intentos de modernización durante siete décadas. Estamos hablando de los campesinos colombianos, cuatro millones de los cuales han sido despojados de sus tierras y desplazados hacia las ciudades.

Una cosa es entregar subsidios a, digamos, los campesinos de Wisconsin para que produzcan más leche y más quesos, en un Estado en donde la miseria fue erradicada hace casi un siglo y otra muy diferente es darles dinero a los latifundistas de la Costa Atlántica colombiana para que extiendan sistemas de riego, cuando la mitad de los campesinos de esa Costa no recibe agua potable en sus casas (casi diez millones de personas, la mayoría de ellos campesinos, carecen de servicio de acueducto en Colombia).

Una cosa es repartir subsidios en, digamos, Bélgica, donde los campesinos son los dueños de la tierra y viven, como campesinos, de su trabajo agrícola, y otra muy diferente es repartir subsidios a los finqueros colombianos que, por lo general, son médicos, abogados y políticos de profesión.

Alguien me podría decir que el abrumador apoyo popular que recibe esta política demo-plutocrática es suficiente para justificarla. No lo creo. Incluso suponiendo que en la ejecución de esos programas no hubiese habido problemas de corrupción, ni de clientelismo ilegal —que los hubo y a chorros— esa política me parece indigna y descarada.

Si el presidente Uribe estimaba hace algunos meses que el Estado de opinión es la fase superior del Estado de Derecho, me pregunto si hoy en día no estará pensando que la demo-plutocracia es la fase superior del Estado de opinión.

Encrucijadas de la justicia

Encrucijadas de justicia
Francisco de Roux

La reconciliación y la justicia son necesarias para terminar el conflicto armado, y entre ellas la tensión es inevitable.
Los informes de Human Rights Watch y Amnistía Internacional apoyan el proceso de paz, pero son críticos de la justicia restaurativa. Ambos exigen el castigo de la cárcel. Ambos son aprovechados por los críticos de las negociaciones y por los que rechazan que haya justicia restaurativa también para los militares. Quienes los escriben no han vivido desde dentro la guerra colombiana, no conocen desde la sangre lo que impulsa y lo que frena este conflicto bárbaro, y no captan las opciones espirituales tremendas a que nos vemos confrontados.

Años de experiencia cotidiana, en terreno, al lado de las víctimas, nos enseñaron que paramilitares, guerrilla y ejército estaban encerrados en una caja negra de retaliaciones y violencias; enredados con políticos locales en los territorios de la guerra, la coca y la minería criminal. Fue así como, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, los paramilitares hicieron 1.189 masacres, no pocas veces con el apoyo o aquiescencia de las fuerzas armadas del Estado; la guerrilla hizo 337; y la Fuerza Pública, 158. Hubo más de 22.000 secuestros de la guerrilla que desataron el odio contra las Farc y el Eln. Y nos cubrimos de vergüenza cuando miembros de nuestro Ejército, en más de mil ocasiones, cogieron a jóvenes inocentes, los asesinaron, los vistieron de guerrilleros y los presentaron como terroristas muertos en combate.

En medio del sufrimiento de las víctimas, concluimos que el camino para salir de la noche no era la denuncia, legítima y valiente, que en la guerra envolvente exacerbaba los odios entre comunidades sometidas al terror. Y optamos por privilegiar el conocimiento de los hechos y buscar después de la masacre, el secuestro o el desplazamiento, a los perpetradores, para enfrentarlos con el dolor del pueblo y evidenciar la estupidez de su guerra degradada.

Fue así como emprendimos el camino de edificar reconciliación. Pusimos la protección de la vida, la resistencia civil, el diálogo y los proyectos educativos y productivos como alternativas de construcción reales. No por sacarle el cuerpo a la denuncia pública, ni dejar de lado la justicia, pues fuimos parte en los procesos ante la Fiscalía, sino porque vimos que, atrapada la sociedad en el conflicto armado, había que abrirle paso al encuentro humano para salir del infierno de la guerra macabra. Este camino probó, como el de la denuncia, ser muy peligroso: 27 compañeros nuestros en el Magdalena Medio fueron asesinados.

La reconciliación y la justicia son necesarias para terminar el conflicto armado, y entre ellas la tensión es inevitable. Unos consideramos que la construcción de reconciliación es el valor fundamental y que un acuerdo serio, con penas transicionales y restaurativas, es el camino, porque conocemos desde dentro la complejidad del conflicto del que toda la sociedad ha sido, en diversos grados, responsable. Otros consideran que el derecho de las víctimas a castigar con cárcel a los grandes criminales y a sus superiores es primero e innegociable, aunque haya que postergar el logro de la paz hasta dentro de miles de víctimas más.

Pensamos, sí, que la acción de las víctimas ante los nuevos tribunales y el lugar de la verdad tienen que estar asegurados. Que todo crimen salvaje de la guerrilla tiene que tener una sentencia restaurativa seria y proporcional; y que todo crimen bárbaro de quien desde las instituciones ejerció violencia mortal tiene que ser sentenciado a restauración clara, suficiente, diferenciada y correspondiente a su cargo. En todos estos casos, con limitaciones a la libertad. Tal es el desafío, para no dar lugar a la impunidad, en una justicia restaurativa, enriquecida por las críticas, que nos permita llegar a la reconciliación desde la peculiaridad de nuestra guerra absurda.



Un balance del conflicto

Un balance del conflicto *

Uno de los costos más elevados del conflicto colombiano ha sido el de alimentar la hegemonía de la derecha y de las prácticas clientelistas y corruptas en la política nacional.
Por: Salomón Kalmanovitz
De ellas se derivan la desigual distribución del ingreso, la baja tributación para financiar programas sociales, pero suficiente para fortalecer la capacidad militar del Estado; también, el bloqueo a las reformas agrarias que promovieran el desarrollo económico del campo y, no menos, la captura del gasto público por las mafias que actúan en la contratación.
No ha sido posible construir un Estado dotado de una burocracia reclutada por mérito y con capacidad para actuar de manera decidida en todas las áreas que le corresponden, desde el desarrollo de la agricultura hasta la dotación de una infraestructura que reduzca los costos de transporte y de la energía. Todo emprendimiento público termina enmarañado en el desgreño y en la apropiación indebida de los recursos del Estado, contaminando incluso al sistema de justicia.
El fin del conflicto que se avizora servirá para debilitar a las fuerzas que entorpecen el desarrollo económico y que han limitado la democracia en el país, aunque tomará tiempo y empeño limitar las prácticas malsanas de un sistema político basado en las clientelas y la compra de votos.
En todo caso, los beneficios del fin del conflicto son inconmensurables, en especial para las regiones más atrasadas del país y donde hay menor presencia del Estado. Colombia es hoy el segundo país con más minas sembradas en el mundo, lo que saca buena parte del territorio de la explotación agropecuaria y minera, exponiendo a la población que allí permanece al riesgo de muerte y desmembramiento. Peor aún, el reclutamiento de jóvenes le ha extraído la savia más productiva a las economías campesinas de estas regiones ya de por sí muy pobres.
El secuestro por las Farc ha cobrado 22.000 víctimas, lo que les ha costado la baja estima que le guarda la población y el odio profundo de las capas sociales que más lo han padecido. La derogación de la “ley” 002 con la que se justificaba la extorsión so pena de la libertad y vida de sus víctimas hará posible que vuelvan al campo capitales que huyeron de la barbarie. Los bombardeos con cilindros y la respuesta del Ejército han propiciado la ruina de muchas poblaciones pequeñas. La usurpación de tierras por paramilitares y guerrilla (38 % del total) ha desplazado buena parte de su población, permaneciendo en ellas sólo personas mayores. El narcotráfico ha aumentado los homicidios y es conexo con el subdesarrollo; posiblemente surjan Farcrim una vez sellada la paz.
El ataque a la infraestructura ha sido costoso no sólo por las pérdidas directas incurridas (4 millones de barriles de petróleo vertidos en 30 años, más los daños a la actividad económica por las voladuras de las torres de energía), sino de la extensa contaminación de las fuentes de agua de la población y del ganado. Las vacunas son fuertes cargas para los negocios medianos que van desde el comercio y el transporte hasta las empresas agropecuarias. El amedrentamiento de las comunidades ha frenado su desarrollo en paz.
Por último, el aumento de la competencia política puede servir para fortalecer el voto de opinión e informado en las decisiones electorales y podría disminuir en algo el clientelismo y la corrupción.
* De una lectura de Andrés Bermúdez y Natalia Arenas, La silla vacía 09/24.


Demasiados muertos

Demasiados muertos

Recurriendo a diferentes fuentes confiables, puedo afirmar que en Colombia se registraron en los últimos cuarenta años – entre 1975 y 2014 – un total de 747.289 homicidios.
Por: Saul Franco
Podemos redondear la cifra en 750.000, y tendríamos un promedio anual de 18.750 casos de homicidio y un alarmante y vergonzoso promedio de un homicidio cada media hora durante esos cuarenta años. Demasiados muertos, verdad?
Cuando hablo de fuentes confiables me refiero a los informes de la Policía Nacional, del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, del Departamento Nacional de Estadística –Dane- de algunas investigaciones específicas y del Observatorio Nacional de Salud –ONS- que acaba de divulgar su IV Informe dedicado, en buena parte y con mucho rigor, justamente al tema de la violencia homicida en el país entre 1998 y 2012. Conviene advertir que no siempre coinciden los períodos, indicadores y tipo de datos suministrados por las distintas fuentes, siendo necesario optar por la información disponible más constante y consistente.
No todos esos muertos se deben a la guerra que padecemos, por supuesto. Hay homicidios por riñas callejeras, con frecuencia facilitados por el licor. Hay un porcentaje debido a la violencia en las relaciones familiares y de pareja. Hay violencia homicida producida por la llamada delincuencia organizada, y también por la desorganizada. La hay en el trabajo y en casi todos los escenarios en donde sucede la vida, incluyendo los deportivos. Entre quienes hemos estudiado el tema se estima que entre un 10 y un 20% del total de víctimas de este tipo de violencia se debe directamente al conflicto armado interno, pero que indirectamente el porcentaje es muchos mayor.
Siendo preocupante el dato de cuántos colombianos/as mueren como víctimas de homicidios, lo es mucho más saber quiénes son, en dónde viven y por qué los matan. Todas las fuentes de información coinciden en que, de lejos (hasta en un 92%), los hombres son las principales víctimas. Que casi las tres cuartas partes de las víctimas son jóvenes entre los 15 y los 39 años. Que de los cuarenta años registrados, los peores fueron 1991 y 2002. Que entre Antioquia y el Valle del Cauca han concentrado el 40% de las víctimas de homicidio. Algunos estudios - el del ONS entre ellos - han ayudado a precisar que 27 de los 1.123 municipios del país responden por la mitad de los homicidios. Y hay en ellos sólidas asociaciones entre las tasas de homicidio y las de desempleo, el PIB per capita, la cantidad de acciones de todos los grupos armados, el bajo nivel educativo de las víctimas, la producción de coca, y la explotación petrolera antes y la de oro ahora.
Personalmente sigo convencido de que en el triángulo intolerancia-inequidad-impunidad se encuentra el núcleo explicativo de buena parte de nuestras violencias, incluida la homicida.
Hace treinta años, Eric Hobsbawn, un historiador inglés que se interesó en Colombia, tituló un ensayo suyo: Colombia asesina. Al terminar el milenio pasado, el socio-politólogo Alvaro Camacho afirmó que había elementos para darle la razón a Hobsbawn. Y las cifras expuestas aquí parecen confirmar que sí somos un país de gatillo fácil. ¿No será ya hora de dejar de serlo, de ensayar otras formas de resolver las diferencias inevitables, y de anteponer el valor de la vida al imperio de la muerte?
Saúl Franco. Médico social.



viernes, 4 de marzo de 2016

El mediocre crecimiento de Colombia

El mediocre crecimiento de Colombia
El crecimiento en 2013, 4,3%, fue exactamente igual al promedio de todo el siglo XX, insuficiente para alcanzar el pleno empleo de la fuerza de trabajo.
Por: Salomón Kalmanovitz
Las mejoras en los índices de desempleo, informalidad o pobreza, tan pregonados en la campaña reeleccionista, no cambian mucho el panorama abrumador de una población que mayoritariamente mal vive en la precariedad.
A pesar de una bonanza de precios de materias primas que se prolongó por más de una década, sólo en 2006, 2007 y 2011 crecimos por encima del 6,5%, jalonado por la minería. La industria lleva dos años seguidos contrayéndose y el crecimiento reciente fue liderado por la construcción de vivienda de interés social y de las obras civiles, en sectores típicamente no transables que presionan más a la revaluación del peso. Me explico: una forma de medir la tasa de cambio es un índice entre los bienes transables (importaciones y bienes que compiten con ellas) y los no transables. Así, un aumento de los costos internos por la expansión de sectores no transables lleva a una pérdida de competitividad de las exportaciones y de la producción nacional. El anunciado cierre de Mazda es una muestra elocuente de la situación macroeconómica del país.
El gasto público para reelegir a ciertos políticos en Sahagún, por ejemplo, es no sólo ineficiente, sino que viola principios elementales de justicia tributaria. Los contribuyentes nacionales no tenemos por qué financiar la pavimentación de calles ni la construcción de andenes del municipio aludido, pues esa es responsabilidad de las administraciones locales y de la tributación de los ciudadanos que se benefician con las obras. En este sentido, el gasto público nacional no produce un átomo de desarrollo económico.
Otros países latinoamericanos, como Perú y Chile, aprovecharon mejor la bonanza de materias primas, lo cual tuvo que ver con la calidad de sus políticas públicas. Colombia mantuvo déficits fiscales durante todo el período que se expresaron también en faltantes crónicos en su balanza de cuenta corriente. El país estaba consumiendo e invirtiendo por encima de sus capacidades, lo cual se cubrió con endeudamiento público y con inversión extranjera, ambos fuente de divisas que contribuyeron a la revaluación del peso. En los países aludidos hubo, por el contrario, ahorro público y eliminación de la deuda externa, permitiendo que sus sectores transables pudieran no sólo crecer, sino también exportar.
La bonanza en Colombia fue aprovechada para que el gobierno les permitiera a los ricos tributar menos. Si sustraemos los ingresos fiscales que provee Ecopetrol, el recaudo tributario del gobierno central es menos de 13% del PIB, dato escandaloso muy inferior al recaudo chileno, por ejemplo, que es del doble. En su visita reciente el FMI criticó el hecho del reducido recaudo tributario frente a las necesidades del gobierno y de la sociedad.
La deuda externa del gobierno ha seguido creciendo a pasos agigantados.
De la minería a dónde?

DESPUÉS DE UNA DÉCADA DE DISFRUtar un premio seco de la lotería de las materias primas, nos vemos abocados a una pérdida considerable de riqueza.
Por: Salomón Kalmanovitz
En los noventa también tuvimos una bonanza con el hallazgo de los pozos petroleros de Arauca y Casanare. En ambos casos, nos cayó la enfermedad holandesa: cayeron las exportaciones distintas a las mineroenergéticas, mientras que la industria y la agricultura fueron acorraladas por importaciones baratas.

La actividad minera nos proveyó  una renta que no ahorramos y que invertimos mal. Noruega, Chile y Perú salieron mejor librados que nosotros por la caída de los precios de las materias primas pues ahorraron en fondos externos y sus gobiernos obtuvieron excedentes que se pueden gastar ahora. Antes de eso, Canadá y Australia se dotaron de un sistema de educación de alta calidad con las rentas de sus exportaciones mineras. Acá aumentamos la cobertura más no la calidad educativa.

Ahí están las dobles calzaditas de Uribe sin terminar, el túnel de La Línea, inaugurado varias veces, o el acueducto de Yopal, reconstruido en tres ocasiones y cuyo exiguo líquido contiene bacterias. Se construyeron algunas buenas carreteras en los llanos y en otras regiones, con grandes sobrecostos. La más necesaria de todas, que debía comunicar el puerto de Buenaventura con el resto del país, está lejos de terminarse. La ciudad portuaria está llevada por la criminalidad del narcotráfico que acosa a una población sin futuro. Todas las autopistas del país se estrellan con calles estrechas o la ausencia de vías perimetrales al llegar a las ciudades.

Tenemos un problema de economía política sin resolver y las bonanzas sólo lo exacerbaron, aunque nos aseguran  que nos hemos tornado en un país de clase media y que seremos cada vez más prósperos. La riqueza se crea mediante el trabajo cada vez más productivo y eso aplica menos a las materias primas, aunque nuestra bonanza reciente resultó de la aplicación de nuevas tecnologías a la recuperación secundaria de crudos pues no se encontraron nuevos depósitos.

El conflicto interno prohijó la expropiación de cientos de miles de labriegos y debilitó los derechos de propiedad de todos los ciudadanos. El crimen organizado capturó partes del Estado, el sistema de justicia se corrompió y los intereses de los grupos económicos se impusieron sin barreras sobre la sociedad. Nada de esto apoya el desarrollo económico.

El capitalismo compinchero campea por doquier: en la producción de biocombustibles, a la que se le compartió la renta petrolera con los altos precios internos de la gasolina y el diesel,  y  con los oligopolios que hacen acuerdos que expolian a los consumidores del mercado interno cautivo sin preocuparse por exportar. Algunas empresas se han vuelto maquiladoras y empacadoras de bienes importados.

Hace falta una política pública que aumente la productividad de la industria y de la agricultura, tarea difícil después de 20  años de rentismo. También hace falta una política de competencia que presione a los productores locales a trabajar con márgenes bajos y conduzca al aumento de los volúmenes producidos. La agricultura podría reaccionar más rápido, pero habría que sacar de nuevo al clientelismo del ministerio respectivo.
Pero desde hace bastante tiempo habíamos convivido con desequilibrios subyacentes que se solventaban con nuestra prosperidad, al parecer ilimitada. Uribe devolvió impuestos y disipó el ahorro público. Los déficits fiscales se financiaban con crédito barato y abundante. Los déficits frente al resto del mundo se cubrían con nuevas entradas de capital que iban a la minería y al petróleo o a las inversiones en papeles del Gobierno y en acciones. Pero el capital que entra sale más tarde acompañado de sus crías, más aún cuando hay una parada súbita de sus flujos, y ese es un riesgo que nos acecha.
El mundo del dólar barato, de las materias primas caras y del crédito abundante anuncia su final. Se nos acabó una década de prosperidad que pensamos nos sacaría del subdesarrollo, pero estamos lejos de eso. Nuestras instituciones no cambiaron mucho: siguen basadas en el clientelismo, la escasa competencia política y en la corrupción que se apropia de buena parte de los recursos públicos, que es lo que impide la construcción de una buena infraestructura o hace que la educación y salud sean de mala calidad o que la justicia no llegue.
Los países que prosperan son aquellos que asignan sus recursos a educar toda su población en las ciencias y las humanidades, que combinadas permiten innovar en todos los sectores de la economía. Son aquellos que privilegian la producción industrial y agrícola y los servicios complejos, para no depender de las loterías de las materias primas. Nosotros prosperamos sólo cuando contamos con buena suerte. No tenemos cómo cabalgar sobre el desarrollo de nuestras capacidades. Quizás una mayor competencia política que surgiría de un acuerdo de paz podría cambiar nuestras instituciones un poco y para bien.
El año que comenzamos es de peligro. Una nueva quiebra de Rusia o de Indonesia, una implosión de Venezuela nos puede arrastrar, como ya pasó en 1998, cuando se dio una corrida de capital por doquier.