lunes, 9 de octubre de 2017

Lecturas 5




Lecturas 5
Las siguientes lecturas son fundamentales para el taller que aparece al final del documento.
La Era del Vacío
Lipovetsky, Gilles.

Resumen
A. Esta sociedad quiere vivir aquí y ahora. No tiene ídolo ni tabú, estamos regidos por el vacío, un vacío que no comporta, ni tragedia ni apocalipsis. También puede notarse una nueva era de consumo que se extiende hasta la esfera de lo privado; el consumo de la propia existencia a través de la propagación de los mass media.
B. Aparece el valor narcisista como consecuencia y manifestación del proceso de personalización, se pasa de un individualismo limitado al individualismo total. También se puede decir que es una era de “deslizamiento” donde no hay una base sólida ni un anclaje emocional estable; todo se desliza en una indiferencia relajada. El narcisismo es inseparable de un entusiasmo por relacionarse con el otro como lo demuestra el aumento de asociaciones como grupos de asistencia y ayuda mutua. El individualismo reside en conexiones colectivas de micro-grupo y redes situacionales. En el narcisismo colectivo nos juntamos porque nos parecemos, porque estamos sensibilizados por los mismos objetivos existenciales, con una necesidad de reagruparse con seres “idénticos”.
C. La era postmoderna está obsesionada con la información y la expresión. Hay una necesidad de expresarse en sí, aunque sea para sí mismo, comunicar por comunicar, expresarse solo por el hecho de expresar, es decir, la lógica del vacío.
D. El narcisismo aparece como un nuevo estadio del individuo, en el cual él se relaciona con él mismo y su cuerpo, hedonista y permisivo desprovisto de los últimos valores sociales y morales que coexistían. La propia esfera privada cambia de sentido, expuesta únicamente a los deseos cambiantes de los individuos.
E. Únicamente la esfera privada sale beneficiada con estos cambios gracias a los valores como cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los complejos, o esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta posible. Nace el homo psicológicus, al acecho de su ser y bienestar. Se trata de vivir en el presente perdiendo el sentido de continuidad histórica. Vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por tradiciones o la posterioridad, es así como el sentido histórico se olvida de la misma manera que se olvidan los valores e instituciones sociales. Esta estrategia narcisista de “supervivencia” del individuo, se explica dado el clima de pesimismo y catástrofe inminente, tratando de preservar así la salud física y psicológica. Aparece entonces como síntoma social el narcisismo colectivo instalándose a nivel masivo una apatía frívola.
F. Nos acostumbramos a lo “peor” que consumimos diariamente en televisión, que amenaza permanentemente y no ha conseguido la conciencia social debido a la velocidad con la que se emiten los mensajes, impidiendo cualquier emoción o conciencia social duradera.
G. El miedo moderno a envejecer y morir es parte del neo-narcisismo. el permanecer joven y no envejecer se convierte en una obsesión.
H. El estado de la naturaleza se encuentra al final de la Historia: la burocracia, la propagación de las imágenes, las ideologías terapéuticas, el culto al consumo, las transformaciones de la familia, la educación permisiva han engendrado una estructura de la personalidad, el narcisismo, juntamente con unas relaciones humanas cada vez más crueles y conflictivas. Solo aparentemente los individuos se vuelven más sociables y más cooperativos; detrás de la pantalla del hedonismo y de la solicitud, cada uno explota cínicamente los sentimientos de los otros y busca su propio interés sin la menor preocupación por las generaciones futuras. Las redes del amor propio y del deseo de reconocimiento son las responsables de este estado de guerra.
I. Hay una profunda revolución silenciosa de la relación interpersonal, lo que importa ahora es ser uno mismo absolutamente, y el Otro pasa a ser indiferente; Solo queda entonces la voluntad de realizarse aparte e integrarse en círculos cálidos de convivencia.
J. Las transformaciones dentro de la familia, una “ausencia” del padre y dependencia de la madre llevan al niño a imaginar el sueño de reemplazar al padre. Se busca un padre fuerte, poderoso, arrollador, autoritario, y se desprecia al débil, al “distinto”.
¿Acaso no tenemos vergüenza?

Umberto Eco

Hubo un tiempo en que las reputaciones sólo podían ser buenas o malas, y cuando la reputación de una persona quedaba arruinada —debido a una bancarrota, por ejemplo, o por el rumor de que su esposa le estaba siendo infiel—, podía llegar al extremo de suicidarse o cometer un crimen de pasión. Naturalmente, todos aspiraban a tener una buena reputación.

Desde hace un tiempo, sin embargo, el énfasis en la reputación ha cedido su lugar a un énfasis en la notoriedad. Lo que importa es ser “reconocido” por los compañeros —no reconocido en el sentido de estima o de premios, sino en el sentido más banal de que, cuando uno es visto en la calle, pueden decir “¡Miren, es él!”—.

La clave radica en ser visto por mucha gente, y la mejor forma de hacer eso es aparecer en televisión. No es necesario ser un ganador del Premio Nobel o un primer ministro; todo lo que uno tiene que hacer es confesar en un programa de televisión que su compañera lo ha traicionado.

En Italia, cuando menos, los primeros héroes de este género fueron esos idiotas que acostumbraban colocarse detrás del entrevistado y saludaban a las cámaras. Esto quizá los haya ayudado a ser reconocidos la noche siguiente en un bar (“¡Te vi en la televisión!”), pero tal fama no duraba mucho.

De forma que gradualmente fue aceptado que, para poder hacer apariciones frecuentes y prominentes, era necesario hacer cosas que en épocas pasadas hubieran arruinado la reputación de una persona. No es que la gente no aspire ya a tener una buena reputación, sino que es bastante difícil adquirirla; una persona tendría que realizar un acto de heroísmo, ganar algún premio literario importante o dedicar toda su vida a cuidar de leprosos.

Cosas así no están al alcance de la mayoría de la gente. Es más fácil convertirse en un sujeto de interés popular —especialmente de la variedad más mórbida— mediante el recurso de acostarse con una celebridad o ser acusado de un fraude.

No estoy bromeando. Como prueba, observe el aire orgulloso del extorsionador o del bribón barato de barrio que aparece en la televisión después de ser aprehendido. Esos momentos de exposición y notoriedad bien valen un poco de tiempo en la cárcel, y es por eso que el bribón casi siempre está sonriendo.

Han pasado décadas desde el tiempo en que la vida de una persona quedaba arruinada porque era exhibida sujeta por unas esposas.

Este es el tipo de cosas de las que hablamos en el evento de La Reppublica, respecto de la reputación.

Justo al día siguiente di con un largo artículo en la prensa intitulado “Pérdida de la vergüenza” —un comentario acerca de diversos libros con títulos como Vergüenza: la metamorfosis de una emoción y Sin vergüenza—. Así que al parecer la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre las costumbres modernas.

Ahora bien, este deseo frenético de ser visto —y de obtener notoriedad al precio que sea, incluso si significa hacer algo que antes era considerado vergonzoso— ¿brota de la pérdida de la vergüenza o es lo opuesto? ¿Se ha perdido nuestro sentido de la vergüenza porque actualmente es más importante ser visto, aunque eso signifique caer en desgracia?

Me inclino hacia la segunda hipótesis. Es tanto el valor que se da a ser visto, y a convertirse en tema de conversación, que la gente está dispuesta a abandonar lo que antes era llamado decencia (no digamos ya la protección de la propia privacidad).

El autor de Pérdida de la vergüenza también menciona otra señal de desvergüenza. Muchas personas hablan en voz alta por sus teléfonos celulares en el tren, informando a todos de sus asuntos privados —el tipo de información que antes se susurraba, no se transmitía—. No es que la gente no se dé cuenta de que otros pueden escucharlos, lo que los haría simplemente gente sin educación, sino que subconscientemente quieren ser oídos, incluso si sus asuntos privados son bastante insignificantes. Pero, qué vamos a hacer: no todo el mundo puede tener asuntos privados importantes, así que quizás es suficiente con ser visto y oído.

He leído que algún movimiento eclesiástico está promoviendo un retorno a la confesión pública. Tienen cierta razón: ¿qué tiene de divertido revelar tu vergüenza a un solo confesor cuando se puede estar hablando a las masas.

El fin del matrimonio
Alejandro Gaviria
En 1962, hace ya 50 años, la firma encuestadora Gallup le hizo la siguiente pregunta a una muestra de mujeres estadounidenses: ¿En general quién cree usted que es más feliz, una mujer casada encargada de su familia o una mujer soltera que trabaja? El comentarista conservador Charles Murray llamó la atención recientemente sobre la uniformidad de las respuestas, más de 90% de las entrevistadas respondieron que las mujeres casadas eran más felices.
La pregunta era casi una provocación, sugiere Murray. El matrimonio era considerado entonces un destino ineluctable. La gente nacía, se casaba, se reproducía y moría. Eso era todo.
Medio siglo después, las cosas han cambiado de manera radical. La gente pospone cada vez más el matrimonio. O nunca se casa. O si lo hace, se separa después de unos cuantos años. El entorno familiar se ha transformado consecuentemente. En Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje de niños nacidos por fuera del matrimonio pasó de 3% en 1960 a más de 30% en 2010. El porcentaje de niños criados por un solo padre ha seguido una trayectoria similar. Además, las parejas casadas son menos felices. En 1962, 63% de las mujeres decía sentirse muy feliz en el matrimonio; en 2010, este porcentaje ya era inferior a 40%. El matrimonio no atrae, ni amarra, ni entretiene.
No sólo en Estados Unidos. En Colombia, el divorcio es cada vez más común y la unión libre se ha generalizado, sobre todo en las familias de menor nivel socioeconómico. Estas tendencias tienen efectos probados sobre la socialización de las generaciones futuras. En promedio, los hijos de padres casados muestran mejores resultados escolares, menores problemas psicosociales y una mejor salud, tanto física como emocional. La evidencia al respecto es inmensa. Apabullante, podría decirse. Para el caso de Colombia, por ejemplo, los investigadores Diego Amador y Raquel Bernal mostraron recientemente que, todo lo demás constante, los hijos de padres casados tienen un mejor desempeño escolar que los hijos de padres en unión libre. El matrimonio, sugieren los autores, acrecienta la responsabilidad y el compromiso de los padres.
¿Puede hacerse algo al respecto? No mucho. El retorno a un supuesto pasado idílico que proponen Murray y otros comentaristas conservadores es imposible. La estatización casi completa del cuidado infantil que proponen algunos liberales es también utópica, sobreestima las capacidades estatales y subestima las restricciones financieras. El Estado no puede sustituir a la familia. No completamente al menos. El novelista Michel Houellebecq plantea el problema con precisión: “es deplorable que la unidad familiar esté desapareciendo. Uno puede argumentar que aumenta el dolor humano. Pero, deplorable o no, no hay mucho que podamos hacer. Esa es la diferencia entre mi visión y la de un reaccionario: yo no tengo interés en devolver el tiempo. No creo que pueda hacerse”.
Más allá de las políticas públicas, de la reingeniería de valores que propone la derecha o la ingeniería social que promueve la izquierda, el declive del matrimonio y por ende de la familia es un fenómeno trascendental, con consecuencias inquietantes en el mejor de los casos. “Por esta y otras razones, la sociedad ha venido perdiendo la capacidad de producir adultos equilibrados, razonables”, me dijo un colega hace unos meses. Razón no le falta.

Amor y sexo en la posmodernidad
“¡Ya no hay hombres!”
El autor diferencia entre el amor “moderno” y el “posmoderno”: el primero “ofrecía la mujer-madre, pasiva y sin deseo sexual, y el hombre-de-familia como sostén indiscutido”; el amor posmoderno despega “madre” de “mujer”; ésta “orienta su vida privada desde el deseo sexual” y “los hombres posmodernos deben responder a nuevas exigencias, entre ellas la de soportar el enunciado ‘Ya no hay hombres’”.
Por Ernesto S. Sinatra *
Una queja (o un lamento) elevado en ocasiones como grito de guerra, caracteriza a las mujeres en los tiempos actuales: “¡Ya no hay hombres!”. Son representadas por él un número apreciable de mujeres heterosexuales que tienen crecientes dificultades para conseguir, sobre todo de un modo permanente, hombres: ya sea para la ocasión, pero especialmente en matrimonio o en concubinato. Sus razones, atendibles, sostienen que, como decía recientemente una analizante, “hombres, lo que se dice hombres de verdad, no se consiguen fácilmente”. Esta dificultad va más allá de diferencias de clase social, ya que es usual encontrar a mujeres pobres encabezando familias monoparentales, por el frecuente abandono de los hombres de sus obligaciones laborales y de manutención de sus mujeres e hijos.
El amor moderno, el freudiano, poseía una precisa representación del hombre y de la mujer que se ha transformado notablemente en el amor posmoderno, lacaniano. El primero ofrecía un estereotipo de la mujer-madre como objeto de amor, pasiva y sin deseo sexual, y del hombre-de-familia como el sostén indiscutido del núcleo familiar; mientras que el amor posmoderno, al despegar “madre” de “mujer”, caracteriza a ésta por su actividad, por el privilegio del trabajo sobre el hogar, por la orientación de su vida privada desde el deseo sexual; en tanto que los hombres “posmodernos” no solo deben enfrentar las consecuencias del avance sociojurídico de las mujeres, sino que deben responder a sus nuevas exigencias, entre ellas la de soportar el enunciado “Ya no hay hombres” y responder con lo que supuestamente tienen.
Los hombres son empujados por las mujeres a dar una respuesta cash, pues ya no alcanza con vanagloriarse de los oropeles masculinos ligados a la sacrosanta medida del falo, sino que, cada día más, son conducidos a demostrar con cada mujer lo que saben hacer “como hombres”.
Verificamos rápidamente las consecuencias para ambos sexos de afrontar el redoblamiento de la apuesta: el surgimiento de nuevos síntomas. En el horizonte masculino surge la devaluación del Don Juan, para muchas mujeres ya una especie en extinción. Es que el modelo donjuanesco requiere de un objeto complementario que ha caído en desuso: el objeto femenino pasivo, sin deseo sexual, sólo despertado por el gran seductor “contra su voluntad”. Don Juan se extingue como figura actual. Surgen entonces las mujeres “que tienen” de verdad; especialmente en ciudades industriales de países desarrollados, pero también en sectores acomodados de países subdesarrollados.
Fuertes y seguras, estas mujeres demuestran que efectivamente pueden tener bienes y lucirlos; ellas son exitosas en sus profesiones, autónomas, seguras de sí y partidarias del sexo sin ataduras ni compromisos estables con hombres. Estas mujeres –con frecuencia divorciadas o aun solteras– padecen síntomas que hasta ayer les eran reservados a los hombres: estrés laboral, fobias diversas localizadas en el temor a la pérdida de objetos: de este modo ellas participan de la angustia del propietario.
En este contexto, no debería sorprendernos la proliferación de manuales de autoayuda. Uno de ellos, escrito por una mujer, ha propuesto para las mujeres normas para “saber-vivir”: se trata de Barbara De Angelis en su libro Los secretos de los hombres que toda mujer debería saber (ed. Grijalbo), donde les propone a “ellas” reglas para obtener éxito con “ellos”. Se trata de un catálogo de seis normas, que expongo a continuación:
1 “Cuando trate de impresionar a un hombre que me gusta hablando tanto acerca de mí misma que no le pregunte a él nada, dejaré de hacerlo y me limitaré a preguntarme si él me conviene.” En el inicio se sitúa el goce del bla-bla-bla del lado femenino, ahora presentado como mascarada-carnada. De él se aprecia que es un obstáculo para el pensamiento equilibrado en las mujeres respecto de su deseo. La tradicional posición femenina del hacerse amar encuentra en esta norma su traducción por el goce narcisista de la lengua como un impedimento para asegurar el lazo con el hombre considerado más conveniente.
2 “Le expresaré mis sentimientos negativos tan pronto como sea consciente de ellos antes de que se consoliden, aunque esto implique hacerle daño.” Nuevamente, se trata de un llamado a la razón femenina a partir de su función discriminatoria, esta vez para decidir lo que hay que decir y cuándo hacerlo: cada mujer debería estar advertida de sus sentimientos para diferenciar los positivos de los negativos y comunicarlos al partenaire –o candidato– en el momento oportuno.
3 “Trabajaré en cuidar mi relación con mi ex esposo cuidando de no considerarme como dañada, y no hablaré de él como si yo fuese la víctima y él fuese el verdugo.” Se introduce aquí una cuestión delicada: la relación de una mujer con su ex. Es notable la toma de posición decidida de la autora: rechaza asumir la posición “natural” de víctima (como suele hacer cierto feminismo débil), y la empuja a confrontarse con su responsabilidad.
4 “Cuando mis sentimientos sean dañinos le diré a mi compañero de pareja qué es lo que estoy sintiendo antes que lloriquear o hacer muecas pretendiendo que no me preocupo o actuando como una niña pequeña.” Esta proposición constituye un mixto entre la segunda y la tercera regla, y agrega el rechazo del comportamiento infantil del llanto, al que caracteriza como típica respuesta femenina.
5 “Cuando me vea llenando vacíos, áreas muertas en la relación, me detendré y me preguntaré si mi compañero de pareja me ha dado últimamente mucho a mí; si no lo ha hecho, le pediré lo que necesito, en lugar de hacer las cosas mejor yo.” Esta regla busca, nuevamente, apelar a la razón femenina para localizar esta vez lo que el partenaire no da y exigírselo, si correspondiere. Esta norma parece recusar la salida femenina del reemplazo del hombre por ella misma, es decir, parece contrariar el recurso de las “nuevas patronas” (ver más abajo).
6 “Cuando me veo a mí misma dando un consejo que no se me ha pedido o tratando a mi compañero como a un niño, dejaré de hacerlo; tomaré aliento y permitiré que se dé cuenta de qué está fuera de su alcance, a no ser que me pida ayuda.” Esta última norma comenta un uso habitual del partenaire masculino en el lazo erótico, frecuente causa de estragos (pero, es preciso agregar, no menos causa de matrimonios): aconseja a cada mujer dejar de situarse como madre cuando el hombre se sitúa como niño.
Cada una de estas normas advierte a las mujeres de algunos de sus síntomas más frecuentes; cada una de ellas gira en torno de la ocasión propicia para responder al partenaire. Pero aquí encontramos la primera dificultad, porque, como se sabe, a la ocasión no sólo la pintan calva sino, también, mujer; y ya que –curiosamente– estas normas no dicen nada acerca de cómo arreglárselas con la otra mujer. Es bien sabido que, cuando una mujer depende de otra para cierto fin, suele haber problemas: Jacques Lacan habló del “estrago” materno para situar la densidad emocional que caracteriza a la relación madre-hija, la que contaminará los futuros encuentros de la hija-mujer con las otras mujeres.
Otra dificultad es que estas reglas son racionales, atinadas, pero –en el mismo punto en el que fracasa todo manual de autoayuda– también suelen ser inservibles. Más allá de esto, en estas normas una mujer toma partido y advierte a otras mujeres, posmodernas, acerca del riesgo de caer en la victimización o en la identificación con la madre, características referibles a la mujer moderna: pasiva y melindrosa, o activa sólo en su función maternal (sobre hijo o marido, da igual).
La patrona
La búsqueda principal para una mujer, en sus encuentros con los hombres –más allá de la satisfacción en sus encuentros sexuales y en la maternidad– la constituye el lograr ser amada por un hombre, llegar a capturar a uno que la ame especialmente a ella, encontrarse con aquel que la distinga con su deseo como una, singular, entre todas las otras mujeres. Cabe observar que, actualmente, este procedimiento suele ser realizado por ellas a repetición, es decir, que el cumplimiento de este rasgo requiere una búsqueda realizada con sucesivos hombres y cuyas condiciones de éxito sólo pueden ser analizadas en cada mujer, singularmente.
Para los hombres, en cambio, la bipartición entre el amor y el goce parece haberlos empujado a una suerte de “infidelidad estructural”. Se constituye entonces el problema masculino en estos términos: cómo podría arreglárselas un hombre con una sola mujer, cómo elegir a una y situarla en el lugar de causa de su deseo. Algunos hombres, a los que podríamos denominar neuróticos “tradicionales”, suelen llamar a sus esposas “la patrona”. La patrona, designación con la que denuncian su elección conforme al tipo de la mujer-madre, organiza sus vidas. Si bien algunos de estos hombres pueden conservar el rasgo de infidelidad “social” y gozar con otras mujeres –sea con amantes ocasionales o estables, o por renta part-time de servicios sexuales–, ¿qué sucede sexualmente con la patrona?
No podría decirse –al menos no en muchos casos– que esos hombres no quieran a su patrona, mujer única para ellos; pero, ¿cómo gozar de la patrona en la cama? Ya que se sabe, desde Freud, que para gozar de una mujer en el acto sexual un hombre debe faltarle el respeto. Esto se refiere a la idealización de una mujer: si una mujer está “allí arriba”, no puede compartir el lecho “aquí abajo”. Imaginemos a un hombre –estoy pensando en una dificultad narrada por un sujeto obsesivo– que, en el preciso momento de penetrar a su esposa, se encontró viendo a la madre... de sus hijos. ¿Cómo podría poseerla “de verdad”, si su libido se halla adherida al objeto incestuoso y toda su vida ha girado en torno de su dedicación a esa madre, mientras secretamente se consagraba –aunque no menos en la actualidad– a ejercicios masturbatorios?
Y ahora desde la perspectiva de “la patrona”, ¿qué sucede cuando ella se ubica complaciente y decididamente en su puesto de mando, aunque haga de ese lugar el último baluarte de una sempiterna queja? Una mujer, cuando se trata de obtener goce sexual en el encuentro con un hombre, deberá dejarse tomar como objeto causa de deseo, es decir, prestarse a ese goce que él obtiene con su fantasma, y por ese medio extraer ella Otro goce que excederá no solo a él, sino, y especialmente, a ella misma. La patrona de la que hablamos no parece estar dispuesta a esos deslices libidinales, ya que su satisfacción está puesta en otro lugar: “fabricar a su hombre” (ver más abajo), llámese “maternidad”.
Nueva patrona
Las mujeres de hoy ya no necesitan el palo de amasar de la patrona-ama-de-casa como emblema del poder fálico (y quizá tampoco requieran tanto como antes de sus hijos, al menos no de los hijos concebidos con sus maridos). Con las transformaciones del mercado capitalista se ha modificado el equilibrio de fuerzas entre hombres y mujeres. La justa apropiación por parte de las mujeres de sectores ligados tradicionalmente con la esfera pública ha introducido cuantiosos matices en la guerra entre los sexos. Un nuevo tipo femenino no oculta su predilección por el sexo ocasional. Decididas en el encuentro sexual, suelen quejarse de que los hombres se intimidan cuando ellas los encaran dejando ver las llaves de su departamento o de su auto. Ese gesto puede constituir una mostración de la impotencia masculina (“Ahora yo lo tengo y vos no”) y resultar para un hombre un castigo aún más doloroso que el inocente palo de amasar de antaño. Venganza femenina/humillación masculina. Sin embargo, un hombre, confrontado con ese señuelo, no tendría por qué sentirse intimidado: sólo la magnitud de su indexación fálica habrá determinado esa respuesta. Una mujer en el diván, enojada consigo misma, se quejaba por cómo había tratado a un hombre que la atraía especialmente. Luego del momento inicial de mutua seducción, y ya en el umbral de un encuentro sexual, ella le preguntó si había traído preservativos. A su respuesta “Traje algunos, ¿y vos?”, ella no tuvo mejor idea que decirle: “¡Bueno, bueno, cuánta fe que nos tenemos!”. La respuesta de él no se hizo esperar: impotencia sexual.
Del lado de estas mujeres se ha producido una inversión dialéctica en su posición discursiva: han dejado de sentirse “mujeres-objeto” para procurarse “hombres-objeto”. Como otra de ellas me enfatizaba en una entrevista: “Yo, como muchas de mis amigas, no estamos dispuestas a tener un hombre al lado durante mucho tiempo. Al tiempo se vuelven insoportables y hay que pedirles que se vayan”.
En una primera entrevista, otra mujer –ejecutiva, famosa, reconocida socialmente– hablaba de los hombres igual que ciertos hombres hablan de las mujeres. Un rasgo de su padre, que comentó al pasar, era la sustancia identificatoria de la que se alimentaba: ella era en el mundo de los negocios –éstas fueron sus palabras– “un hombre más”, y obtenía su éxito empresarial en el mismo rubro en el que su padre había fracasado. Efectivamente se había transformado en un hombre más, y no le hizo falta ninguna prótesis peneana para serlo; tampoco era homosexual; era una mujer perfectamente neurótica.
Este tipo de mujeres hacen el hombre a su manera: no son las que tienen (ni quieren) un marido a quien hacer existir como el hombre que ellas pretenderían ser; ellas no moldean a “su” hombre a su imagen y semejanza. Para ellas el reemplazo es directo y sin mediación: son ellas quienes lo borran del mapa y se colocan en su lugar. Este tipo de mujer “posmoderna” constituye un envés de aquella otra, “moderna”, que, encerrada en su familia, se había dedicado a fabricar a su hombre: vistiéndolo, mandándolo al trabajo (y a la vida), con una caricatura de docilidad que la encuentra pasiva, callada y siempre plegada al deseo masculino.
De esta nueva posición, el testimonio light lo constituyen los clubes de mujeres solas –o casadas pero reunidas solas para la ocasión– presenciando stripteases masculinos, ululando con cada trozo de los cuerpos exhibidos y peleándose ritualmente, de un modo fetichista, para conseguir el slip ofrecido. Esta práctica se ha transformado en un hábito aceptado socialmente; a veces, aunque no siempre, con el único requisito de que las mujeres casadas vuelvan después a sus casas.
Se deduce que la división amor-goce pareciera ya no funcionar exclusivamente del lado de los hombres, a partir de que el simulacro fálico ha tomado legitimidad jurídico-social para las mujeres. Pero quedan aún por determinar las variaciones singulares que se producen, no sólo en la esfera pública, a partir del justo reconocimiento de la paridad legal entre ambos sexos, sino especialmente en el campo del goce sexual, ya que en éste no existe la justicia distributiva.
* Texto extractado de ¡Por fin hombres al fin! (ed. Grama
Taller

 1. El desapego sentimental, el narcisismo, el individualismo, son tendencias contemporáneas. Describa cómo se expresan en la práctica y sus implicaciones sociales.
2. Las redes sociales han transformado de manera profunda el concepto de la intimidad y de la esfera de la vida privada. Exprese su comentario al respecto, y señale las consecuencias. ¿A qué se debe tanta necesidad de ser recoocido socilmene?
3. ¿Por qué el matrimonio ha perdido vigencia?, ¿Qué consecuencias futuras para la familia y la sociedad trae esta tendencia?, ¿Cuál es la relación entre libertad y responsabilidad con la escasa atracción hacia el matrimonio?
4. Estamos ante una nueva concepción de la sexualidad, una pérdida del machismo y de la hegemonía masculina con un nuevo empoderamiento de la mujer. ¿Cuáles son las nuevas tendencias sobre la sexualidad contemporánea'? ¿Qué les depara a los hombres y a las mujeres? 
El taller es en parejas y sólo debe usarse como fuente para su resolución el material de lecturas entregadas