martes, 14 de noviembre de 2017

Trabajo final ética y constitución I5AN



Trabajo final ética y constitución I5AN

Leer los textos y resolver las preguntas
a.       ¿Qué problemática cultural expresan los textos?
b.      ¿Por qué esas problemáticas afectan la vida económica, social y política de Colombia?. Escriba al menos tres párrafos por problemática.
c.       Conclusiones

Demasiados muertos

Recurriendo a diferentes fuentes confiables, puedo afirmar que en Colombia se registraron en los últimos cuarenta años – entre 1975 y 2014 – un total de 747.289 homicidios.
Por: Saul Franco
Podemos redondear la cifra en 750.000, y tendríamos un promedio anual de 18.750 casos de homicidio y un alarmante y vergonzoso promedio de un homicidio cada media hora durante esos cuarenta años. Demasiados muertos, verdad?
Cuando hablo de fuentes confiables me refiero a los informes de la Policía Nacional, del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, del Departamento Nacional de Estadística –Dane- de algunas investigaciones específicas y del Observatorio Nacional de Salud –ONS- que acaba de divulgar su IV Informe dedicado, en buena parte y con mucho rigor, justamente al tema de la violencia homicida en el país entre 1998 y 2012. Conviene advertir que no siempre coinciden los períodos, indicadores y tipo de datos suministrados por las distintas fuentes, siendo necesario optar por la información disponible más constante y consistente.
No todos esos muertos se deben a la guerra que padecemos, por supuesto. Hay homicidios por riñas callejeras, con frecuencia facilitados por el licor. Hay un porcentaje debido a la violencia en las relaciones familiares y de pareja. Hay violencia homicida producida por la llamada delincuencia organizada, y también por la desorganizada. La hay en el trabajo y en casi todos los escenarios en donde sucede la vida, incluyendo los deportivos. Entre quienes hemos estudiado el tema se estima que entre un 10 y un 20% del total de víctimas de este tipo de violencia se debe directamente al conflicto armado interno, pero que indirectamente el porcentaje es muchos mayor.
Siendo preocupante el dato de cuántos colombianos/as mueren como víctimas de homicidios, lo es mucho más saber quiénes son, en dónde viven y por qué los matan. Todas las fuentes de información coinciden en que, de lejos (hasta en un 92%), los hombres son las principales víctimas. Que casi las tres cuartas partes de las víctimas son jóvenes entre los 15 y los 39 años. Que de los cuarenta años registrados, los peores fueron 1991 y 2002. Que entre Antioquia y el Valle del Cauca han concentrado el 40% de las víctimas de homicidio. Algunos estudios - el del ONS entre ellos - han ayudado a precisar que 27 de los 1.123 municipios del país responden por la mitad de los homicidios. Y hay en ellos sólidas asociaciones entre las tasas de homicidio y las de desempleo, el PIB per capita, la cantidad de acciones de todos los grupos armados, el bajo nivel educativo de las víctimas, la producción de coca, y la explotación petrolera antes y la de oro ahora.
Personalmente sigo convencido de que en el triángulo intolerancia-inequidad-impunidad se encuentra el núcleo explicativo de buena parte de nuestras violencias, incluida la homicida.
Hace treinta años, Eric Hobsbawn, un historiador inglés que se interesó en Colombia, tituló un ensayo suyo: Colombia asesina. Al terminar el milenio pasado, el socio-politólogo Álvaro Camacho afirmó que había elementos para darle la razón a Hobsbawn. Y las cifras expuestas aquí parecen confirmar que sí somos un país de gatillo fácil. ¿No será ya hora de dejar de serlo, de ensayar otras formas de resolver las diferencias inevitables, y de anteponer el valor de la vida al imperio de la muerte?
Saúl Franco. Médico social.

RENCORES ENCONADOS
García Márquez dijo alguna vez que el secreto de un matrimonio feliz estaba en no dialogar sobre los conflictos de pareja; es mejor irse a dormir sin hablar del asunto, decía.
Por: Mauricio García Villegas
En sentido similar, Alphonse Allais, un escritor francés, señalaba esto: “Yo lo que hago es taparle la boca con un beso detrás de la oreja”. A mi juicio, esta estrategia del silencio funciona cuando los cónyuges se quieren mucho, pero no creo que sirva en todos los matrimonios. De lo que estoy seguro es que no sirve para sanar las heridas entre personas que no están ligadas por el afecto sino por otras cosas, como los negocios, el trabajo, el espacio público, etc. Lo peor que puede ocurrir en estos casos es dejar pasar el tiempo sin hablar. Los reproches que no se dicen se enconan, como las heridas que no se lavan. Con mucha frecuencia, el rencor, para seguir con la metáfora médica, no es otra cosa que una desconfianza mal tratada.
Claro, no basta con dialogar, también tiene que haber cierto respeto y cierta disposición a resolver los problemas, sin lo cual las palabras pueden servir de más leña para el fuego. No sólo hay que hablar; hay que estar dispuesto a dejarse convencer.
Colombia es un país con un tejido social muy maltrecho, en donde las relaciones sociales están marcadas por la desconfianza. Según la Encuesta Mundial de Valores, el 95% de los colombianos piensa que se debe ser muy cuidadoso al tratar a la gente, mientras que sólo un 4% reporta que se puede confiar en la mayoría de las personas. No dispongo de cifras, pero tengo la impresión de que aquí hay una correlación fuerte entre desconfianza y poca disposición al diálogo. Incluso en los ámbitos académicos, que son los que mejor conozco y en donde se supone que los argumentos y las palabras cuentan mucho, es muy común ver amistades destrozadas por pequeñeces e incluso convertidas en odios incurables que se habrían podido evitar con una conversación a tiempo.
Una consecuencia directa de la falta de diálogo entre los querellantes es la difusión del chisme y la maledicencia, que en Colombia son una especie de deporte nacional. Aquí el rencor crece menos por los motivos que da la contraparte que por la práctica de la denigración.
Pero donde más estragos producen la mezcla de desconfianza y aversión al diálogo honesto es en el mundo de la política. Durante los últimos años hemos sido testigos de la hostilidad entre el expresidente Uribe y el presidente Santos, dos personas con ideologías tan cercanas como lejanos son sus estilos y sus maneras. Si esa pelea es tan agria y ha llegado tan lejos en el odio es, a mi juicio, porque la gente la ve como algo normal. Si fuera vista con repulsión, estos dos personajes, que piensan y obran según la marea de las encuestas, ya habrían puesto de lado sus diferencias.
Otra prueba del poco aprecio que tenemos por el diálogo es la actitud pasiva e incluso indiferente que hemos adoptado ante la decisión de los actuales candidatos a la Presidencia de evadir el debate público. Nada de esto ocurre en una democracia seria, en donde los debates presidenciales transmitidos por la televisión son, ante todo, vistos como un derecho de los ciudadanos.
Nada de extraño tiene, entonces, que, así como en las relaciones sociales el diálogo suele ser reemplazado por la habladuría maledicente, en política el debate esté siendo reemplazado por el insulto y los agravios personales (a todo lo cual se suma, para agravar el asunto, que los escándalos parecen bien fundados).

Plata para ser patrón
Por: Mauricio García Villegas
NO HE LEÍDO LA BRUJA, DE CASTRO Caicedo, ni tampoco he visto la serie basada en su libro que por estos días pasa por la televisión; pero conozco Fredonia, el pueblo antioqueño donde ocurrieron los hechos que narra Castro Caicedo y también conozco la historia de Jaime Builes, el protagonista del relato.
Vale la pena repasar esa historia: cuando estaba muchacho, Builes era peón en una finca. Se fue un tiempo del pueblo y cuando volvió, convertido en un gran capo del narcotráfico, celebró en la plaza de Fredonia, con caballos, mujeres y rancheras, para que todo el pueblo supiera lo que había conseguido; luego compró buena parte de las casas de los ricos de Fredonia y se casó con una de las hijas de la aristocracia local.
La historia de Builes es la de muchos narcotraficantes paisas, impulsados no sólo por las ganas de hacer plata, sino por una mezcla de resentimiento social y búsqueda de reconocimiento. Casi todos ellos querían ser ricos, para poder comprar hartas cosas, claro, pero sobre todo para poder mandar y no tener que obedecerle a nadie. Son rebeldes en causa propia; lanzan su furia contra las élites tradicionales (sus antiguos patrones), pero no para cambiar la sociedad sino para reproducirla, con las mismas jerarquías y los mismos pobres de siempre, pero eso sí, con ellos al mando. Son unos rebeldes conservadores. Jaime Builes regresó a su pueblo para que lo volvieran a ver orgulloso y con plata; o como él mismo decía “pa pisar con fuerza sobre las pisadas viejas”.
Pero en Colombia, las ganas de patronear no son exclusivas de los mafiosos. Al contrario, son un impulso vital profundamente arraigado en nuestra cultura. Lo que la gente envidia de los ricos no es tanto la plata, sino el poder de mando que da la plata. Tener dinero y poder mandar son dos cosas que aquí se confunden. Por eso es tan común que la gente pobre le diga “patrón” o “jefe” a la gente que tiene dinero, incluso cuando no tienen ninguna relación laboral o jerárquica con ellos. Suponen que como son ricos, son jefes, y los jefes mandan y no le obedecen a nadie. En el imaginario popular, hacer plata es volverse libre. 
He oído a más de un amigo añorar un cargo público ante la posibilidad de tener chofer, secretaria y mensajero. Ni qué hablar de los cargos políticos, en donde las reverencias de los subordinados ilusionan a más de uno y en donde la consigna, “duro con los de abajo y sumiso con los de arriba”, es una norma de conducta casi universal. Esto pasa incluso con nuestra élite económica, la cual todavía conserva parte de los rezagos señoriales que tenían sus ancestros coloniales. Por eso están dispuestos a reducir sus beneficios materiales con tal de mantener intactos los honores, las venias y los halagos que reciben cuando están en Colombia.
Nuestra obsesión por el estatus y el reconocimiento social es un rezago de la sociedad jerarquizada que existía en la colonial. Pero sobre todo, es el resultado de un modelo de sociedad en donde la familia, la clase social, la religión y el honor conservan una importancia desmesurada en relación con el Estado, la igualdad ciudadana y los bienes públicos.
Reconocer que estos son rasgos sociales distintivos de nuestra sociedad nos puede ayudar a entender por qué el narcotráfico está mucho más conectado con la “sociedad de bien” de lo que casi siempre estamos dispuestos a reconocer y por qué para combatir a la mafia hay que atacar no sólo los incentivos económicos que la alimentan, sino sus las raíces culturales y sociales.
Los países y las mariposas
Por: Mauricio García Villegas
CUANDO UN NIÑO PREGUNTA CUÁNtos años vive un caballo, algunos viejos en Antioquia todavía responden esto: vea mijo, una gallina dura tres años, un perro tres gallinas, un caballo tres perros y una persona tres caballos; haga la cuenta. Me acordé de esa explicación el pasado fin de semana cuando se celebraba el Bicentenario. ¿Y cuánto vive un país?
Es difícil saberlo, pero lo que sí se sabe es que éstos se parecen más a las mariposas que a los caballos: no son efímeros como aquellas, pero su vida está marcada por la metamorfosis. Colombia ha pasado por dos estados: el de la colonia, su crisálida, que duró trescientos años, y el de la república, voladora, que lleva doscientos.
El contraste actual entre los Estados Unidos y América Latina se explica, en buena parte, por lo que fueron en su estado colonial. La colonia española fue más poderosa, más rica y duró más tiempo que la inglesa. A mediados del siglo XVII la participación en el mercado mundial de La Española (hoy Haití y Dominicana) era muy superior al de las trece colonias inglesas. España tenía 19 universidades en América, mientras que Inglaterra sólo tenía dos. Las iglesias, tapizadas en oro, y la grandeza arquitectónica de ciudades coloniales como Lima y México, no tenían parangón en Nueva Inglaterra o en Virginia.
Con la independencia, la relación de fuerzas se invirtió. Si en 1800 México producía algo así como la mitad de los bienes y servicios de los Estados Unidos, setenta años más tarde esa cifra había descendido al 2 %. Peor aún, en el norte del continente se creó un país enorme y poderoso, mientras en el sur las guerras civiles y la inestabilidad política duraron casi un siglo.
Son muchas las causas que explican esta inversión de destinos, pero quizás la más importante sea esta: España impuso en sus colonias un modelo de sociedad y un estilo de vida que, en el balance general del mundo colonial, estaba destinado a desaparecer. El descubrimiento de América, con su oro y sus indios, le permitió a España prolongar, durante casi tres siglos, un estilo de vida feudal, caballeresco, piadoso y épico, que estaba muriendo en el resto de Europa.
Las colonias inglesas, en cambio, no tuvieron la grandeza y el poder de las españolas, pero se montaron desde el inicio en el tren rápido de la historia: el del liberalismo, el de la competencia económica, la democracia y la defensa de los derechos individuales. Cuando las trece colonias declararon su independencia de Inglaterra, tenían acumulada una enorme experiencia de autogobierno, tolerancia y libertad que no existía en las colonias hispánicas. Boston no tenía la riqueza ni el boato de, por ejemplo, Popayán, pero estaba cultural y políticamente mucho mejor preparada para enfrentar los tiempos modernos que vinieron con la independencia.
Llevamos doscientos años apegados a los ritos y a las pompas de la vida republicana, pero los fantasmas del mundo colonial todavía nos persiguen: el latifundio, la concepción autoritaria del poder, la desigualdad social, la omnipresencia de la religión y el desprecio por los bienes públicos, todo esto hace parte de una etapa colonial que no hemos podido superar.
Así, pues, Colombia parece una nación joven e inmadura. Esto puede ser un augurio del futuro largo y próspero que nos espera, pero también es una advertencia de que si no abandonamos esa crisálida épica y poderosa que nos aprisiona, nunca lograremos levantar el vuelo.
*Profesor de la Universidad Nacional e investigador de Dejusticia.
Los países y las mariposas
Por: Mauricio García Villegas
CUANDO UN NIÑO PREGUNTA CUÁNtos años vive un caballo, algunos viejos en Antioquia todavía responden esto: vea mijo, una gallina dura tres años, un perro tres gallinas, un caballo tres perros y una persona tres caballos; haga la cuenta. Me acordé de esa explicación el pasado fin de semana cuando se celebraba el Bicentenario. ¿Y cuánto vive un país?
Es difícil saberlo, pero lo que sí se sabe es que éstos se parecen más a las mariposas que a los caballos: no son efímeros como aquellas, pero su vida está marcada por la metamorfosis. Colombia ha pasado por dos estados: el de la colonia, su crisálida, que duró trescientos años, y el de la república, voladora, que lleva doscientos.
El contraste actual entre los Estados Unidos y América Latina se explica, en buena parte, por lo que fueron en su estado colonial. La colonia española fue más poderosa, más rica y duró más tiempo que la inglesa. A mediados del siglo XVII la participación en el mercado mundial de La Española (hoy Haití y Dominicana) era muy superior al de las trece colonias inglesas. España tenía 19 universidades en América, mientras que Inglaterra sólo tenía dos. Las iglesias, tapizadas en oro, y la grandeza arquitectónica de ciudades coloniales como Lima y México, no tenían parangón en Nueva Inglaterra o en Virginia.
Con la independencia, la relación de fuerzas se invirtió. Si en 1800 México producía algo así como la mitad de los bienes y servicios de los Estados Unidos, setenta años más tarde esa cifra había descendido al 2 %. Peor aún, en el norte del continente se creó un país enorme y poderoso, mientras en el sur las guerras civiles y la inestabilidad política duraron casi un siglo.
Son muchas las causas que explican esta inversión de destinos, pero quizás la más importante sea esta: España impuso en sus colonias un modelo de sociedad y un estilo de vida que, en el balance general del mundo colonial, estaba destinado a desaparecer. El descubrimiento de América, con su oro y sus indios, le permitió a España prolongar, durante casi tres siglos, un estilo de vida feudal, caballeresco, piadoso y épico, que estaba muriendo en el resto de Europa.
Las colonias inglesas, en cambio, no tuvieron la grandeza y el poder de las españolas, pero se montaron desde el inicio en el tren rápido de la historia: el del liberalismo, el de la competencia económica, la democracia y la defensa de los derechos individuales. Cuando las trece colonias declararon su independencia de Inglaterra, tenían acumulada una enorme experiencia de autogobierno, tolerancia y libertad que no existía en las colonias hispánicas. Boston no tenía la riqueza ni el boato de, por ejemplo, Popayán, pero estaba cultural y políticamente mucho mejor preparada para enfrentar los tiempos modernos que vinieron con la independencia.
Llevamos doscientos años apegados a los ritos y a las pompas de la vida republicana, pero los fantasmas del mundo colonial todavía nos persiguen: el latifundio, la concepción autoritaria del poder, la desigualdad social, la omnipresencia de la religión y el desprecio por los bienes públicos, todo esto hace parte de una etapa colonial que no hemos podido superar.
Así, pues, Colombia parece una nación joven e inmadura. Esto puede ser un augurio del futuro largo y próspero que nos espera, pero también es una advertencia de que si no abandonamos esa crisálida épica y poderosa que nos aprisiona, nunca lograremos levantar el vuelo.
*Profesor de la Universidad Nacional e investigador de Dejusticia.
El discreto encanto de la servidumbre
María García de la Torre

La servidumbre seduce a los colombianos. Les encanta que otros los sirvan, que laven sus platos, limen sus uñas, cuiden sus niños y empaquen y desempaquen su mercado. No todos pueden costearlo, claro, pero podría decirse que para muchos es sinónimo de estatus tener una empleada doméstica, vivir en un edificio con portero, ir a un centro comercial donde parqueen y laven el carro. Contar con servidumbre -o sirvientes, como se los clasifica de puertas para dentro- ha mantenido una innumerable cantidad de 'cargos' que muchos países considerarían anacrónicos.

Hoy en día calificaríamos de "brutalidad" contratar a un indígena para 'transportar' a otro en su espalda. Amarrarle una silla y simplemente contemplar el paisaje mientras el pobre hombre camina descalzo por trochas empinadas. Hoy es brutalidad, antaño era obligatoriedad para la élite colonial. Sin embargo, con la modernidad han llegado nuevas formas de servidumbre camufladas en oficios que perpetúan la pereza de otros.

Al parecer, el esfuerzo que representa empacar el propio mercado representa un esfuerzo sobrehumano. Porque casi todos los supermercados contratan un joven que empaca la mermelada, la carne, las bebidas del cliente, mientras el cliente se queda quieto, mirándolo.

¿Qué le cuesta a alguien lavar los dos platos, el vaso y la olla que ensució para cenar? Al parecer, horrores, pues para eso le paga a una mujer que los lava por él. En promedio, solo para hacer mercado y cocinar un plato sencillo, una mujer bogotana utiliza el servicio de quince personas distintas. En un país como España o en Estados Unidos, el que tiene hambre es el mismo que merca y el mismo que cocina y lava los platos.

En ciertos casos, claro, es necesaria una ayuda extra, como cuando una madre soltera debe trabajar y encargarse del hogar y de su hijo sola. Pero ¿de verdad es indispensable que un hombre abra la puerta del parqueadero, que otro le eche la gasolina al carro, que otro empaque el mercado, que otro lo lleve hasta el carro, que otro -u otra- nos lave la ropa, los platos, que limpie la casa, que otro lave el carro, que otro maneje el carro y un gran etcétera?

Esta dependencia en la servidumbre es ostensible en el quejido lastimero de la joven que pide consejo a sus amigas para contratar una "empleada de confianza" porque ya no tiene un solo plato limpio. ¿Qué tal si se levanta del sofá y los lava?

No parece tan sencillo, pues la herencia colonial ha enseñado a las señoritas que los oficios de la casa deben delegarlos en otros y que lavar su propia vajilla la rebajaría tanto como soltar una flatulencia en público.

El mensaje está tatuado en el subconsciente, al punto de que no se lo cuestiona. Meses atrás, una fotografía publicada por la revista de farándula '¡Hola!' levantó una polvareda. Las señoras de casa aparecían en primer plano y sus empleadas domésticas negras, en un segundo plano, con sendas bandejas de plata. Se cuestionó la pose, pero no la institución per se. En otras palabras, que haya sirvientas, pero que no se note.

Hasta hace muy poco, estas mujeres, internas en casas
La memoria de Pablo

Alberto Valencia G.

Debo empezar por confesar que me encuentro entre los que todas las noches a las nueve están pendientes de la serie sobre la vida de Pablo Escobar que presenta una de las cadenas nacionales de televisión. Aún estamos en los comienzos y no sabemos si tanto esfuerzo editorial va a terminar en una caricatura o en una historia aleccionadora; en la apertura de ‘un debate sobre el pasado’, como quieren los creadores del documental, o en la promoción de un ‘nuevo héroe’ para los niños de Colombia, como insinúa un columnista de Semana. Pero de todas maneras abramos la discusión sobre la significación de los episodios dolorosos de este pasado reciente.

Lo que más me llama la atención en la figura de un personaje nefasto de la vida colombiana como fue Pablo Escobar es que haya existido, y todavía perdure, sobre todo en los sectores populares de Medellín, una gran admiración por sus ‘hazañas’. Bien parece que en algunos barrios de esta ciudad aún se conmemora el 2 de diciembre el aniversario de la muerte de “un hombre noble que dedicó su vida a la lucha por la libertad de un pueblo oprimido por la injusticia”, según rezan los carteles. De nada vale recordar los 5.000 muertos que se le atribuyen, la responsabilidad por masacres infames de personas inocentes o la infinita crueldad contra todos aquellos que se interpusieran en su camino: “Pablo siempre estarás en nuestros corazones”, repiten en coro sus admiradores de los barrios marginales.

El hecho real y cierto es que lo que nos explica la admiración por esta figura, es que Pablo Escobar no representa propiamente el extravío de los altos valores de la cultura regional antioqueña, sino su realización suprema. Para muchas personas la existencia de Escobar es un ‘mero accidente’, ajeno a las tradiciones de una cultura caracterizada por el respeto, la honradez, el amor al trabajo, el esfuerzo individual, el valor de la familia y los valores cristianos. Pero no se dan cuenta de que el hecho de convertir el dinero en el dios supremo, y en el criterio de valoración absoluta, produce esta clase de monstruos. La sabiduría popular paisa pone en boca del padre moribundo este consejo: “Consiga plata hijo mío, consígala honradamente, pero si no… consiga plata”. Y eso representa este ‘héroe popular’: el éxito económico coronó su vida y eso es lo importante. Sus actividades malvadas pasan a un segundo plano como un agregado secundario y lo que predomina es la imagen de un ‘berraco’, de un hombre extremadamente inteligente, que “terminó siendo asesinado injustamente”.

La serie de la televisión, hasta donde vamos, ha sabido mostrarnos el vínculo entre el proyecto de vida de un hombre que ‘se hizo solo’ y su contexto regional: la madre alcahueta que cierra los ojos ante las fechorías de su hijo; la ‘esposa abnegada’ que termina por aceptar el uso de la prostitución por parte de su marido como un complemento necesario del matrimonio. Pero sobre todo las formas múltiples de la doble moral económica que lo caracteriza. Escobar es un hombre que al mismo tiempo que mata despiadadamente para garantizar el éxito de sus negocios abre una ‘cuenta de ahorros’ en el cielo con sus ‘inversiones sociales’ en buenas obras en los barrios populares que seguramente la ‘justicia divina’ le tendrá en cuenta en el balance final. El ‘empleo filantrópico de la riqueza’, como es usual allí, permite resarcir la culpa por las malas acciones ya que el dinero todo lo puede, no sólo entre los vivos sino en el mundo de ultratumba, de la gloria y de la bienaventuranza. Todo esto lo sabemos bien. Pero de lo que no somos suficientemente conscientes es de que estos valores han hecho metástasis en el conjunto del país, y hoy en día no tenemos un solo Escobar sino muchos. Amigo cuánto tienes cuánto vales.
Depresión y paranoia

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Julio 31 de 2009

ALGUNA VEZ LE OÍ DECIR A UN PROfesor de sicología que las enfermedades mentales dependen mucho de la sociedad en la que se vive. Así por ejemplo, me explicaba, mientras en los Estados Unidos mucha gente se deprime, en América Latina no faltan los paranoicos. No sé si mi colega tiene alguna teoría para explicar esta diferencia, pero la mía es esta:

En los países que tienen una gran clase media, que son por lo general países desarrollados, la gente siente que los demás, a pesar de tener más o menos dinero, son ciudadanos, como ellos. En nuestros países, en cambio, las diferencias sociales son tan grandes que la gente ve a los que no son de su clase social como extraños y desconfía de ellos. Esto no me lo estoy inventando yo; fue dicho a mediados del siglo XIX por el historiador Sir Henry James Maine. En las sociedades tradicionales, explicaba Maine, los lazos sociales dependen del estatus, mientras que en las sociedades modernas dependen del derecho. En las primeras dominan el padrinazgo, las relaciones de clientela y las palancas; en las segundas, en cambio, lo que importa es ley.

Mi teoría entonces es esta: en una sociedad moderna, la falta de desafíos engendra comportamientos depresivos; en una sociedad como la nuestra, la desconfianza produce paranoicos.

Es muy difícil probar lo que estoy diciendo, entre otras cosas porque en Colombia hay una mezcla de tradición y modernidad; sin embargo, creo que todos tenemos evidencias de lo mucho que aquí cuenta el estatus social. Cuando digo todos, lo digo en serio. No sólo me refiero a los ricos, a los blancos y a los que tienen apellidos ilustres —que aquí son los mismos—, sino también a los de clase media y a los pobres. En nuestro minucioso escalafón social cada cual encuentra sus amos y sus esclavos. En Bogotá los porteros son sumisos cuando se relacionan con los propietarios del edificio, pero déspotas cuando un transeúnte desorientado les pide información. Los choferes de taxi desprecian a los de bus por llevar pasajeros pobretones. Todos miran hacia arriba, bien sea para defenderse o para protegerse (con una palanca) o hacia abajo, para sentirse importantes o para tener a quien mandar.

Muchos subordinados hacen valer la jerarquía de sus superiores para imponerse frente a los que están más abajo. En Bogotá he visto a más de una secretaria enojarse con una colega a la que consideran inferior —porque su jefe es menos importante que el suyo—, sobre todo cuando esta última pretende hacer esperar en el teléfono al jefe de aquella.

Incluso en Medellín o en la costa, en donde las relaciones sociales son más desinhibidas, la jerarquía social se impone. El antioqueño rico puede parecer casi un amigo de su mayordomo, incluso tratarlo de vos, pero lo hace porque sabe muy bien que eso no significa una acercamiento entre ambos. En Antioquia pasa lo mismo que decía Fernando Díaz-Plaja sobre España: “Aquí, el señor que va al café habla con el camarero con una confianza que no se encuentra en Francia o en Italia, precisamente porque no teme que acabe sentándose a su lado”.

No estoy defendiendo la idea de una sociedad igualitaria en donde cada quien sea una ficha, un miembro del partido o un hijo de la patria. Lo que quisiera es vivir en un país de ciudadanos regidos por la ley; una ley indiferente y universal. Además, es más fácil lidiar con deprimidos que con paranoicos.
Individualismo majadero

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Septiembre 11 de 2009

HACE MUCHOS AÑOS, EN MEDELLÍN, había un letrero en el puente de la calle 33 que decía “Si esto no es progreso, ¿entonces qué es?”.

Con el paso de los años el letrero se fue borrando, pero la idea de que el país sólo se desarrolla vaciándole cemento armado encima sigue casi intacta entre nosotros. Desde luego que las obras públicas son importantes. Si tuviéramos mejores carreteras, mejores puertos y más acueductos estaríamos más cerca del desarrollo. Pero la infraestructura física, si bien es indispensable, no lo es todo. Más aún, pensar que eso es lo único, es también parte del problema. El subdesarrollo también es mental, cultural.

El atraso cultural tiene muchas facetas. La falta de investigación científica, el bajo porcentaje de personas que lee periódicos, la ausencia de doctores (de los de verdad) y la falta de bibliotecas públicas son algunas de ellas. Pero hay algo tal vez más importante que todo lo anterior, aunque menos palpable y más difícil de conseguir. Me refiero a la capacidad para actuar colectivamente, como sociedad. Nadie lo ha dicho tan claramente como el profesor YuTakeuchi, un japonés que vivió en Colombia por más de 50 años. Cuando le preguntaron cuál era la principal diferencia entre los japoneses y los colombianos, su respuesta fue esta: “Pues mire —dijo—, un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos”. La explicación de Takeuchi supone que un país es algo más, mucho más, que los individuos que lo componen. Un país es también, y sobre todo, un alma social, o como dicen ahora, una identidad colectiva. Es en eso que estamos muy mal.

En Colombia hay muchos individuos pero muy poca sociedad. Tenemos personajes sobresalientes —no muchos, la verdad— pero casi no tenemos empresas colectivas destacadas. Ni siquiera en el fútbol somos capaces de armar un conjunto que valga la pena. Menos en política. El presidente Uribe cuenta con grandes mayorías en el Congreso y en la sociedad, pero no es capaz de gobernar sin ofrecer notarías, subsidios y puestos para que voten por él. Somos buenos patriotas pero malos ciudadanos. Nos sublevamos cuando Chávez habla mal de Colombia pero somos incapaces de crear un partido político serio. Hacemos puentes sobre los ríos —tampoco muchos, la verdad— pero somos incapaces de acabar con la corrupción que acompaña los procesos de licitación para las obras públicas.

Nuestro espíritu gregario se concentra en la familia y en las amistades. Más allá de estos entornos privados, lo social es una competencia, un mundo dominado por la desconfianza y la trastada.

Muchos colombianos que viven en el exterior se quejan del individualismo de los europeos o de los estadounidenses. Es cierto que allí la familia y los amigos tienen menor importancia que entre nosotros, pero su individualismo está fundado en el respeto de reglas comunes y en la defensa de los intereses tanto privados como colectivos. El nuestro, en cambio, es un individualismo indómito que descree no sólo de los demás sino de lo público. Aquí cada colombiano es un Estado soberano.

Pero el individualismo criollo no sólo es salvaje y asocial, sino también majadero: al preferir la estrategia del vivo, todos terminamos bloqueándonos los unos a los otros, como en el tráfico o en la fila, y por eso terminamos peor —llegando más tarde— que si hubiésemos pensado como ciudadanos. ¿Si eso no es atraso, entonces qué es?





lunes, 6 de noviembre de 2017

Trabajo final C2AT



Trabajo final cultura y sociedad C2AT-

Ustedes deben leer los cinco textos que aparecen en este documento. Todos ellos nos hablan de la problemática educativa. Sólo se permite grupos hasta de tres personas. Deben escribir un documento de 1500 palabras como mínimo y en él deben expresar cinco factores de las principales problemáticas de la educación en Colombia. En el texto, y de manera obligatoria, deben aparecer referencias y citas de los textos leídos. Bajo ninguna circunstancia se permitirá copia de textos de internet. Cualquier copia anulará su trabajo.


Al oído de la academia
María Elvira Bonilla

Un estudiante de doctorado de la famosa Escuela Politécnico de Lausana en Suiza, donde estaba a punto de obtener su título doctoral en ciencias exactas, desistió de hacerlo y en su defecto le envió esta carta abierta a su universidad, que circula en las redes sociales.
Se trata de un cuestionamiento al rol de la academia y su propósito, que a veces termina desvirtuado y enredado en la multiplicación de posgrados que terminan por aceitar la máquina registradora, olvidado su fin último, el de enriquecer el conocimiento. Aunque es una extensa carta la que escribe Gene Bunin, este es el corazón de su preocupación:
“He perdido fe en el mundo académico de hoy como algo que debería traerle un beneficio positivo a la sociedad en la que vivimos. En cambio, estoy empezando a pensar en él como una gran aspiradora de dinero que se lleva subvenciones y escupe resultados nebulosos, impulsada por personas cuya principal preocupación no es avanzar en el conocimiento con las positivas consecuencias que esto acarrearía, sino agrandar su currículum con el fin de conservar posiciones o ascender en el cerrado mundo universitario. (…)
Empiezo por respetar la premisa de que el objetivo de la ciencia y la investigación académica es la búsqueda de la verdad para mejorar la comprensión del universo que nos rodea y utilizar ese entendimiento para impulsar transformaciones que aseguren un futuro mejor para la humanidad. En ese orden de ideas, uno como investigador tiene que ser brutalmente honesto, sobre todo con uno mismo y con la calidad del trabajo que realiza.
Pero no, lo que se te enseña va en contravía a estos supuestos con los que uno ingresa a la vida académica. Se te enseña a “vender” tu trabajo, a preocuparte de tu “imagen” y a ser estratégico en tu vocabulario y en la manera de utilizarlo. Prevalece una buena presentación sobre el contenido y se estimula perversamente a hacer contactos para asegurar un futuro laboral. El criterio comercial se impone sobre el rigor que debería mandar en el trabajo del doctorado.
Anualmente, el rector nos manda un correo electrónico con el ránking en el que está ubicada la Escuela. Yo siempre me pregunto: ¿Por qué habría de preocuparle esto a científicos e investigadores? ¿Para qué? ¿Para elevar nuestros ya hinchados egos? ¿No sería mejor un reporte anual del rector informando sobre la manera positiva como el Politécnico está afectando el mundo o contribuyendo a resolver problemas importantes? En cambio, se nos dan estos estúpidos números que indican a qué universidades podemos mirar con desprecio y a cuáles aún debemos rebasar.
No tengo la solución a estas inquietudes. Abandoné mi doctorado. Simplemente es una decisión personal, desesperada. Lo que sí quiero impulsar es un tipo de conciencia y responsabilidad. Pienso que hay muchos de nosotros, ciertamente de mi generación, a quienes nos gustaría ver a la academia como un sinónimo de conocimiento, capaz de arrojar resultados concretos, transformadores. Los académicos deben tener un compromiso con la sociedad, más allá de inflar sus ya hinchados egos. Sé que a mi me gustaría, pero he renunciado a ello, así que buscaré a la ciencia verdadera desde otro camino”.
Una reflexión que debería poner a pensar a más de uno
"Colombia es una cenicienta que quiere ir al baile de los países desarrollados"
 Rodolfo Llinás, uno de los científicos más importantes del país, critica un sistema educativo que no respeta a los niños y no les enseña lo que necesitan. 
SEMANA: Usted lleva 52 años fuera de Colombia, pero nunca ha faltado a una cumbre como la que se realizó esta semana para hablar de educación. ¿Por qué?

RODOLFO LLINÁS: Es muy sencillo, es mi patria. La recuerdo con enorme cariño. La patria es como la primera novia que uno tiene: totalmente inolvidable. 

SEMANA: ¿Y entonces por qué se fue?  

R. LL: Porque no había posibilidades en Colombia.

SEMANA: ¿Posibilidades para hacer qué?

R. LL: Para la ciencia, que era lo que yo quería hacer. 

SEMANA: ¿Y cree que hoy, 52 años después, sí hay esas posibilidades? 

R. LL: No. Hay muy pocas. Mucha de la gente que va a especializarse y regresa tiene que devolverse porque en Colombia no hay posibilidades. Otros acaban teniendo un trabajo en el que no practican lo que estudiaron y muchos terminan de políticos o haciendo otras cosas. ¿Imagínese uno de físico qué puede hacer aquí?

SEMANA: ¿Cómo lee a un país que no valora la ciencia ni a sus científicos?

R. LL: Es un país que está retrasado intelectualmente. Un país no valora la ciencia porque nadie les ha enseñado  a sus ciudadanos su valor. Y si los dirigentes no lo entienden es porque no les interesa. A muchos lo único que les importa es tener dinero, tener viejas, tener poder. 

SEMANA: Usted viene en un momento muy importante para este debate. Muchos dicen que la educación en Colombia está en crisis. ¿Qué piensa?

R. LL: Yo creo que no hay ninguna crisis. Una crisis ocurre cuando algo malo pasa. Pero cuando es crónico ya no es crisis. Es simplemente el estado triste de Colombia. Cuando hicimos la reunión de los sabios yo dije: “Colombia es una Cenicienta que quisiera ir al baile de los países desarrollados”. 

SEMANA: ¿Qué quería decir con eso?

R. LL: Cualquier otro grupo humano daría lo que fuera por tener la tierra colombiana. ¿Se imagina? Con dos océanos, con agua dulce, con todo prácticamente… La vida en Colombia es demasiado fácil. No hay invierno, la gente no se muere de desnutrición. Hay una frase en inglés que describe eso “Such is life in the tropics” (“Así es la vida en el Trópico”). Por eso yo siempre he dicho que Colombia tiene mejor tierra que gente.

SEMANA: Esa es una frase muy cruda. 

R. LL: No lo es. Colombia tiene una posición fantástica en el globo terráqueo. Pero la gente que vive ahí, precisamente porque vive en un lugar fantástico, no tiene que competir para vivir. Salen y se comen su plato de comida sin problema. Entonces la gente cree que la vida es para gozar. 

SEMANA: ¿Y si no es para gozarla, para qué es?

R. LL: No es para gozarla, es para pensar, que es una manera más sofisticada de gozar. Es decir, a mí me parece sumamente interesante que la gente quiera, como me decía un amigo, es “rumbear todo el tiempo”. ¡Qué cosa tan aburrida! No podemos pasárnosla de cha, cha, cha hasta la muerte. 

SEMANA: ¿Y usted por qué cree que queremos solo vivir para rumbear?

R. LL: Porque no hay educación. 

SEMANA: Se cumplen 20 años de esa Misión de Sabios que reunió a los más importantes intelectuales, incluido Gabriel García Márquez, del país a hablar de educación. ¿Qué balance tiene de ese esfuerzo? 

R. LL: Hicimos gran cantidad de libros, yo escribí uno que se llama El Reto. Llegamos a toda clase de conclusiones que nunca nadie leyó. Se habló de que se invirtiera en ciencia y tecnología por lo menos el 1 por ciento del PIB y que lo deseable era que fuera más. Hoy esa inversión no alcanza a ser ni el 1 por ciento que deseábamos en esa época. 

SEMANA: ¿Qué más siente que falta por hacer? 

R. LL: Primero hay que reconocer la importancia de la educación. Colombia no será nada hasta que no eduque su gente. El problema siempre ha sido que no se optimiza a los individuos, no se les da la posibilidad de llegar a lo mejor que pueden ser. Eso solo se logra con educación pues al fin y al cabo esta se trata simplemente de optimizar las capacidades cerebrales. ¿Cómo hacemos para optimizar? Hay que trabajar más porque la gente entienda, que la gente sepa algo. El saber es simplemente poder poner en contexto lo que uno sabe. 

SEMANA: Usted ha dicho que la educación es tan necesaria como el agua…

R. LL: Sí. La educación más que importante es esencial. Si no se le da al cerebro la capacidad de optimizar seremos individuos de segunda clase que no alcanzamos todo lo que podíamos ser. La ventaja de la educación es que si se hace bien mejora la calidad del individuo, por eso digo que es como el agua o una buena comida. 

SEMANA: ¿Cree que los niños y niñas colombianos tienen hoy un buen menú en ese sentido?

R. LL: El problema con los niños es que no los quieren, no los respetan y no les ponen atención. Los niños sí saben lo que quieren, pero esto es muy distinto a lo que les dan en la escuela. Entonces hay rebeldía intelectual, no aprenden, se jartan. Se requiere una postura diferente del sistema de educación que entienda que los niños son seres pensantes y sumamente inteligentes. Hay que saber qué es lo que les gusta, porque lo que les gusta es lo que saben hacer mejor. 

SEMANA: Si tuviera que hacer un diagnóstico de los problemas de la educación en Colombia, ¿cuáles serían sus conclusiones? 

R. LL: Para mí el problema es de la metodología y de la estructura de los profesores. Los profesores quieren tener una posición no de guía, sino de maestros en donde solamente ellos mandan. Son ellos quienes les dicen a los niños qué tienen que aprender y si pasan o no pasan. Así es imposible. No son instructores, sino personas que quieren tener poder, poder de rajar y de expulsar de la escuela. 

SEMANA: ¿Y la metodología?

R. LL: Es muy sencillo. Tiene que ver con los cursos y las cosas que se enseñan: geografía sin historia, matemáticas sin geografía. Se enseñan cosas por separado. ¿De dónde sale la geometría si no hay un contexto histórico? Lo único que importa es saberse las propiedades de los triángulos para obtener una nota. 

SEMANA: ¿Cómo debería ser entonces? 

R. LL: ¿Para qué sirven los triángulos? Por ejemplo, los mayas, los aztecas, los egipcios hicieron pirámides. Si las miramos encontramos que están preciosamente organizadas con respecto al universo. ¿Cómo hicieron para construir eso? Se requieren tres cosas: las líneas rectas, una piola y un peso. Nada más. Entonces para esas culturas la geometría era una herramienta para hacer agricultura. Cuando uno entiende así, todo es muy diferente. La escuela enseña la ubicación de los ríos, pero jamás explica la importancia del agua. Somos un baúl repleto de contenidos, pero vacío de contexto. De ahí nuestra dificultad para aplicar el conocimiento en la realidad. 

Educación sin importancia
Jorge Orlando Melo
En los exámenes de Pisa, que miden el nivel académico de los jóvenes del mundo al terminar la escuela básica, Colombia quedó otra vez, en el 2012, en los últimos lugares. En lectura, matemáticas y ciencias, nuestros estudiantes de 15 años tienen el nivel de los niños de Shanghái de 9: es como si hubieran estudiado seis años menos, como si hubieran perdido seis años yendo a escuelas inútiles. De 1.000 niños colombianos, en matemáticas, apenas 3 llegan a los dos niveles superiores, 750 están en los dos más bajos y los 250 restantes en los dos intermedios. En Shanghái, más de 500 están en los dos grupos mejores.
Y el resultado promedio colombiano, con puntajes que en el 2012 fueron algo más bajos que en el 2009 –Colombia había mejorado lentamente hasta ese año y ahora, por primera vez, desmejoró–, esconde grandes desigualdades: los niños de los mejores colegios privados, los de las grandes ciudades, suben los resultados; malísimos en los colegios públicos y en las ciudades pequeñas y medianas. Los niños que van a los 100 colegios con mejores resultados de Colombia están casi con seguridad por encima del nivel medio de los europeos. Son niños que han crecido en casas con libros y estímulos intelectuales, ido a guarderías carísimas y bien dotadas, estudiado en colegios con buenos maestros y buenas bibliotecas. Irán a las mejores universidades, tendrán empleos bien pagos y serán más creativos que los demás. En el otro extremo están los niños que han crecido en el abandono, la pobreza o el maltrato, han ido a guarderías infantiles sin recursos y estudiado en colegios públicos sin libros (aunque en el futuro, con ‘tabletas’, con las que jugarán más y aprenderán menos) y con maestros desanimados y mal escogidos. Irán a universidades malas a conseguir un cartón que les permita emplearse en la servidumbre tecnológica del futuro. La peor desigualdad del país, la que garantiza que por décadas seguiremos siendo un país muy desigual, es la educativa, que define desde los 3 o 4 años de edad el futuro plano y aburrido que les tocará a casi todos los niños.
Nadie sabe qué hacer, aunque todos digan que hay que mejorar la calidad. Algunos lamentan que hacia 1957 o 1958 el país se hubiera embarcado en dar educación a todos, en vez de concentrarse en mejorar la calidad de la educación de las minorías. En efecto, el Gobierno decidió que la mayor parte de los recursos iría a la educación primaria, en vez de gastarlos, como hasta entonces, en la educación media y universitaria de una pequeña parte de la población. En realidad, tuvo que transar: la plata se repartió entre una educación básica que ya llega a todos, pero es mala, y una educación universitaria algo mejor y que ha crecido mucho. Como en toda América Latina, orientar el gasto a la escuela básica y dejar que la educación superior la pagaran sus beneficiarios era políticamente imposible en un país en el que las clases medias, que llenan las universidades públicas, son la base del electorado. Hoy las presiones para que aumenten los presupuestos de las universidades son más fuertes que las que hay para mejorar la educación básica, que requiere políticas de largo plazo, costosas y bien diseñadas, y a la que no van los hijos de nadie que tenga algo de poder.
Lo más seguro es que nada cambie, y hay pocas propuestas concretas. Yo creo en buenas bibliotecas y buenos maestros, y programas más exigentes (más conocimientos y menos “competencias”, que nadie sabe qué son), pero seguramente nos iremos por el camino ilusorio de la innovación tecnológica.
Afortunadamente, los niños no parecen sufrir con esto: los colombianos, aunque no aprendan mucho, son, en todo el mundo, los que pasan más contentos en la escuela.

El güinche y las locomotoras

Jorge Orlando Melo
Sabemos que hay que invertir más en ciencia y tecnología, pero no cómo cambiar una cultura que no valora el trabajo industrial o manual
Con frecuencia aparecen en revistas y periódicos enumeraciones entusiastas de los grandes inventos colombianos, de nuestras contribuciones a la ciencia y la tecnología. Casi siempre figuran la válvula de Hakim, los aportes de Reynolds al marcapasos, la vacuna de Patarroyo o las técnicas de cirugía de córnea de Barraquer y las bolsas de basura aromatizadas.

Unos pocos casos, algunos discutibles, que más bien mostrarían que en Colombia ha habido pocos inventos, a pesar de la inteligencia y creatividad que se atribuyen a los colombianos y a que hace medio siglo se creó Colciencias y se reformaron las universidades para que se convirtieran en instituciones basadas en la investigación y creadoras de ciencia y tecnología.

Es verdad que sabemos poco de la historia de desarrollo tecnológico en el país, de los descubrimientos científicos que resultan aplicables, o de los pequeños cambios que los trabajadores hacen en fincas, talleres o fábricas, y que mejoran una herramienta o una forma de hacer las cosas. Muchos inventos fueron mejoras de herramientas preexistentes. Tal vez el invento local de más impacto en la economía fue el 'güinche', un tipo de guadaña de doble filo que duplicaba la eficiencia en el corte de helechos, inventado por un anónimo herrero de Sonsón a finales del siglo XIX. Sin embargo, no he encontrado nada sobre su historia, no hay muestras en ningún museo, nada aparece en Internet. A su lado, podrían mencionarse las mejoras en las locomotoras sugeridas por P. C. Dewhurst a los fabricantes europeos a comienzos del siglo XX. Y, como lo muestra el fascinante libro de Alberto Mayor Inventos y patentes en Colombia, 1930-2000, la mayor parte de los inventos patentados tuvo que ver con técnicas y herramientas para la minería y el café.

Por supuesto, Mayor, aunque no incluye en su maravillosa y barroca lista la invención del hielo que nos contó García Márquez, sí registra el visionario descubrimiento de una bebida alcohólica de maíz y azúcar, patentado en 1932, o las mejoras en la fabricación de la chicha, o, en años más recientes, el salero para climas húmedos.

Entre tanto invento, sin embargo, no aparecen ni diez patentes concedidas a universidades colombianas, y esto apunta a un problema de fondo: en Colombia, como decía en 1879 el rector de la Nacional Manuel Ancízar, la escuela es enemiga del taller. La formación de los niños y de los jóvenes es teórica y abstracta, sin vínculo con ningún oficio práctico, ni en la primaria ni la secundaria, y todo el prestigio va a los profesionales que no se ensucian las manos. Aunque desde 1936 presidentes y ministros de Educación han dicho que lo importante es la educación técnica y tecnológica, poco ha cambiado, y los jóvenes que se gradúan en estas áreas ganan mucho menos y tienen mayores tasas de desempleo que los profesionales de ramas afines. En las universidades, la ciencia y la investigación avanzan, pero en la mayoría de los casos (y las excepciones tienen que ver con algunos productos agrícolas y unas pocas industrias) no tienen mucho que ver con lo que pasa en talleres o fábricas: casi nunca los grandes proyectos de investigación llevan a patentes o a usos industriales, y raras veces las industrias buscan en la universidad la solución de sus problemas.

Sabemos que hay que invertir más en ciencia y tecnología, pero no cómo cambiar una cultura que no valora el trabajo industrial o manual, cómo romper el muro entre la cultura académica y la cultura del trabajo, cómo hacer que los científicos piensen en el trabajo y los trabajadores tengan un espíritu científico. Y si no hay cambios en este sentido, más dinero a la investigación académica hará que se publiquen más artículos en revistas internacionales, pero no que cambien las técnicas en la finca, el taller o la casa.

El pelo de los osos

Un interesante artículo publicado hace algún tiempo en este diario nos cuenta que en el pelo exterior de los osos perezosos de tres dedos los científicos descubrieron diversas clases de hongos, cuyos extractos sirven, entre otras cosas, para enfrentar el parásito que causa la malaria y para combatir el cáncer de mama y el T. cruzi, elemento responsable de la enfermedad de Chagas.
Por: Piedad Bonnett – El Espectador- Febrero 15 de 2014
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Solemos hablar de “los científicos” o “los investigadores” como quien se refiere a una entelequia, que sólo toma rostro de manera esporádica cuando aparecen los nombres de los premios Nobel, por ejemplo. Y poco nos preocupamos por saber cómo nacen sus descubrimientos. A veces se dice que como obra del azar o de la casualidad. Pero en estos casos la explicación es incompleta: si ese azar no es registrado oportunamente y en todo su significado, pues el sentido de lo descubierto sencillamente se les escaparía. En el caso del pelaje de los perezosos, la noticia es tan curiosa que nos lleva a preguntarnos: ¿y a quién se le ocurrió espulgar al oso?
Pues a la doctora Sarah Higginbotham, microbióloga del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales de Panamá y directora del proyecto, quien explicó que cuando supo que las algas verdes viven en el pelaje de los perezosos y que éste “absorbe el agua como una esponja”, se preguntó qué más habría ahí y comenzó a investigar. La sencilla confesión de la doctora Higginbotham nos da la clave: para que el conocimiento avance se necesitan curiosidad e imaginación. Las mismas que llevaron a Marie Curie a ir más lejos de donde había llegado ya y descubrir el polonio y el radio, o a Fleming a fijarse en el moho que apareció en una escudilla y mató una muestra de bacterias, o a Mendel a descubrir las leyes de la genética en una planta de guisantes, en medio de incredulidad y mofas generalizadas.
Formar seres curiosos e imaginativos es lo que pretende la educación: niños y adolescentes que luego sean adultos con ganas de leer, con mente crítica, capaces de poner en duda las verdades reveladas, recursivos e indagadores. Todo lo contrario de los estudiantes colombianos, esos evaluados como mediocres en las pruebas Pisa, que además consideran, en su gran mayoría, que copiar —de un libro, de Wikipedia, de cualquier parte— no es grave, porque lo más importante es mejorar la nota o salvar un promedio.
Sus respuestas señalan, entre otras cosas, un sistema docente perezoso, que sigue pegado a la nota como única medida del logro y que en buena proporción no se actualiza ni está en capacidad de promover caminos de búsqueda individuales; y una sociedad que valora el fin independientemente de los medios, que celebra la actitud del pícaro y justifica la trampa, y que desdeña el proceso porque todo lo mide con el rasero del éxito económico y social. Una sociedad a la que, estoy segura, le parece estúpido preguntarse qué puede crecer entre el pelo del oso de tres dedos.