domingo, 23 de diciembre de 2012

EL DISCRETO ENCANTO DE LA SERVIDUMBRE

El discreto encanto de la servidumbre
María García de la Torre

La servidumbre seduce a los colombianos. Les encanta que otros los sirvan, que laven sus platos, limen sus uñas, cuiden sus niños y empaquen y desempaquen su mercado. No todos pueden costearlo, claro, pero podría decirse que para muchos es sinónimo de estatus tener una empleada doméstica, vivir en un edificio con portero, ir a un centro comercial donde parqueen y laven el carro. Contar con servidumbre -o sirvientes, como se los clasifica de puertas para dentro- ha mantenido una innumerable cantidad de 'cargos' que muchos países considerarían anacrónicos.

Hoy en día calificaríamos de "brutalidad" contratar a un indígena para 'transportar' a otro en su espalda. Amarrarle una silla y simplemente contemplar el paisaje mientras el pobre hombre camina descalzo por trochas empinadas. Hoy es brutalidad, antaño era obligatoriedad para la élite colonial. Sin embargo, con la modernidad han llegado nuevas formas de servidumbre camufladas en oficios que perpetúan la pereza de otros.

Al parecer, el esfuerzo que representa empacar el propio mercado representa un esfuerzo sobrehumano. Porque casi todos los supermercados contratan un joven que empaca la mermelada, la carne, las bebidas del cliente, mientras el cliente se queda quieto, mirándolo.

¿Qué le cuesta a alguien lavar los dos platos, el vaso y la olla que ensució para cenar? Al parecer, horrores, pues para eso le paga a una mujer que los lava por él. En promedio, solo para hacer mercado y cocinar un plato sencillo, una mujer bogotana utiliza el servicio de quince personas distintas. En un país como España o en Estados Unidos, el que tiene hambre es el mismo que merca y el mismo que cocina y lava los platos.

En ciertos casos, claro, es necesaria una ayuda extra, como cuando una madre soltera debe trabajar y encargarse del hogar y de su hijo sola. Pero ¿de verdad es indispensable que un hombre abra la puerta del parqueadero, que otro le eche la gasolina al carro, que otro empaque el mercado, que otro lo lleve hasta el carro, que otro -u otra- nos lave la ropa, los platos, que limpie la casa, que otro lave el carro, que otro maneje el carro y un gran etcétera?

Esta dependencia en la servidumbre es ostensible en el quejido lastimero de la joven que pide consejo a sus amigas para contratar una "empleada de confianza" porque ya no tiene un solo plato limpio. ¿Qué tal si se levanta del sofá y los lava?

No parece tan sencillo, pues la herencia colonial ha enseñado a las señoritas que los oficios de la casa deben delegarlos en otros y que lavar su propia vajilla la rebajaría tanto como soltar una flatulencia en público.

El mensaje está tatuado en el subconsciente, al punto de que no se lo cuestiona. Meses atrás, una fotografía publicada por la revista de farándula '¡Hola!' levantó una polvareda. Las señoras de casa aparecían en primer plano y sus empleadas domésticas negras, en un segundo plano, con sendas bandejas de plata. Se cuestionó la pose, pero no la institución per se. En otras palabras, que haya sirvientas, pero que no se note.

Hasta hace muy poco, estas mujeres, internas en casas de familia por décadas, no cotizaban salud ni pensiones. Hoy en día muchas siguen sin acceso a la educación, no pueden formar su propia familia y viven exiliadas en el cuarto de servicio, disponibles las 24 horas, separadas desde jovencitas de sus familias.

Empleadas de servicio, sirvientas, coimas, muchachas, hay tantos términos eufemísticos y peyorativos como familias empleadoras. Trabajan en silencio, sin encontrar nunca eco de su situación en los titulares de prensa. Una gran mayoría tiene empleadas del servicio, manicuristas, entrenadores deportivos, paseadores de mascotas, jardineros, choferes, niñeras... ¿por qué cuestionar un orden social que proporciona tanta comodidad? Justamente por eso, porque mi comodidad implica la degradación del otro.

Las labores que empiezan a ser obsoletas -como el ascensorista, el ama de llaves, el mayordomo- abren paso a otras más dignificantes. Y liberan a estos individuos de funciones degradantes como oprimir botones por otros o limpiar el desorden de adultos como si se tratara de infantes.

Hace falta reconocer la mala crianza de una buena parte de la sociedad colombiana y buscar romper esquemas coloniales que nos han graduado como el tercer país más desigual del mundo. Si quiere una empleada doméstica, páguele 90.000 pesos por hora, como ocurre en Estados Unidos. No unas miserias que las obligan a llevar una vida llena de privaciones.

Millones de niños a lo largo de décadas han sido criados por empleadas domésticas, e incluso hoy se sigue dando, como círculo vicioso heredado de la sociedad santafereña, antioqueña, cartagenera de años. Romper la dinámica degradante de la servidumbre es un paso adelante en el proceso de modernización de Colombia, anclada, como está, a formas caducas heredadas de una colonia que dejó de serlo hace doscientos años.




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