HAZ LO QUE QUIERAS
ÉTICA PARA AMADOR
FERNANDO SAVATER
Decíamos antes que la mayoría de
las cosas las hacemos porque nos las mandan (los padres cuando se es joven, los
superiores o las leyes cuando se es adulto), porque se acostumbra a hacerlas
así (a veces la rutina nos la imponen los demás con su ejemplo y su presión
-miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo de aceptación en el grupo...y
otras veces nos la creamos nosotros mismos), porque son un medio para conseguir
lo que queremos (como tomar el autobús para ir al colegio) o sencillamente
porque nos da la ventolera o el capricho de hacerlas así, sin más ni más.
Pero resulta que en ocasiones importantes
o cuando nos tomamos lo que vamos a hacer verdaderamente en esto, todas estas motivaciones
corrientes resultan insatisfactorias: vamos, que saben a poco, como suele
decirse. Cuando tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a las murallas de
Troya desafiando el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o cuando hay que
decidir entre tirar al mar la carga para salvar a la tripulación o tirar a unos
cuantos de la tripulación para salvar la carga; o... en casos semejantes, aun.
que no sean tan dramáticos (por ejemplo sencillito: ¿debo votar al político que
considero mejor para la mayoría del país, aunque perjudique con su subida de impuestos
mis intereses personales, o apoyar al que me permite forrarme más a gusto y los
demás que espabilen?), ni órdenes ni costumbres bastan y no son cuestiones de
capricho. El comandante nazi del campo de concentración al que acusan de una
matanza de judíos intenta excusarse diciendo que «cumplió órdenes », pero a mí,
sin embargo, no me convence esa justificación; en ciertos países es costumbre
no alquilar un piso a negros por su color de piel o a homosexuales por su preferencia
amorosa, pero por mucho que sea habitual tal discriminación sigue sin parecerme
aceptable; el capricho de irse a pasar unos días en la playa es muy comprensible,
pero si uno tiene a un bebé a su cargo y lo deja sin cuidado durante un fin de
semana, semejante capricho ya no resulta simpático sino criminal. ¿No opinas lo
mismo que yo en estos casos?
Todo esto tiene que ver con la
cuestión de la libertad, que es el asunto del que se ocupa propiamente la
ética, según creo haberte dicho ya. Libertad es poder decir «sí» o «no»; lo
hago o no lo hago, digan lo que digan mis jefes o los demás; esto me conviene y
lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo quiero. Libertad es decidir,
pero también, no lo olvides, darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más
opuesto a dejarse llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no
tienes más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer;
sí, dos veces, lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas
el motivo de tu acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del
tipo de las que hemos estudiado últimamente: lo hago porque me lo mandan, porque
es costumbre hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez,
la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco
lo que me mandan?, ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no
estoy entonces como esclavizado por quien me manda? Si obedezco porque quien da
las órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que procurara Informarme lo
suficiente para decidir por mi mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen
convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar a los judíos
del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo «malo» -es decir, no
conveniente para mí- por mucho que me lo manden, o «bueno» y conveniente aunque
nadie me lo ordene?
Lo mismo sucede respecto a las
costumbres. Si no pienso lo que hago más que una vez, quizá me baste la
respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Pero ¿por qué diablos tengo
que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo hacer)? ¡Ni que fuera
esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que sean, o de lo que hice
ayer, antes de ayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de gente que tiene la costumbre
de discriminar a los negros y a mí eso no me parece ni medio bien, ¿por qué
tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre de pedir dinero prestado y no devolverlo
nunca, pero cada vez me da más vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar
de conducta y empezar desde ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una
costumbre no puede ser poco conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea?
Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es
parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven
contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos sin importancia el
capricho puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas más serias dejarme
llevar por él, sin reflexionar si se trata de un capricho conveniente o inconveniente,
puede resultar muy poco aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar
siempre los semáforos en rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero
¿llegaré a viejo si me empeño en hacerlo día tras día?
En resumidas cuentas: puede haber
órdenes, costumbres y caprichos que sean motivos adecuados para obrar, pero en
otros casos no tiene por qué ser así. Sería un poco idiota querer llevar la contraria
a todas las órdenes y a todas las costumbres, como también a todos los caprichos,
porque a veces resultarán convenientes o agradables. Pero nunca una acción es
buena sólo por ser una orden, una costumbre o un capricho. Para saber si algo me
resulta de veras conveniente o no tendré que examinar lo que hago más a fondo,
razonando por mí mismo. Nadie puede ser libre en mi lugar, es decir: nadie Puede
dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo. Cuando se es un niño pequeño,
inmaduro, con poco conocimiento de la vida y de la realidad, basta con la obediencia,
la rutina o el caprichito. Pero es Porque todavía se está dependiendo de
alguien, en manos de otro que vela por nosotros. Luego hay que hacerse adulto,
es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no simplemente de
vivir la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no podemos inventarnos
del todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos imponen queramos o no
(acuérdate de que el pobre capitán no eligió padecer una tormenta en alta mar
ni Aquiles le pidió a Héctor permiso para atacar Troya ... ). Pero entre las
órdenes que se nos dan, entre las costumbres que nos rodean o nos creamos, entre
los caprichos que nos asaltan, tendremos que aprender a elegir por nosotros
mismos. No habrá más remedio, para ser hombres y no borregos (con perdón de los
borregos), que pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y
cuatro veces en ocasiones señaladas.
La palabra «moral» etimológicamente
tiene que ver con las costumbres, pues eso precisamente es lo que significa la
voz latina mores, y también con las órdenes, pues la mayoría de los preceptos
morales suenan así como «debes hacer tal cosa» o «ni se te ocurra hacer tal
otra». Sin embargo, hay costumbres y órdenes -como ya hemos visto que pueden
ser malas, o sea «inmorales», por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten.
Si queremos profundizar la moral de
verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la libertad que tenemos
(y en este aprendizaje consiste precisamente la «moral» o «ética» de la que
estarnos hablando aquí), más vale dejarse de órdenes, costumbres y caprichos.
Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada
tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que
sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual. El que no hace más que
huir del castigo y buscar la recompensa que dispensan otros, según normas
establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo. A un niño quizá le
basten el palo y la zanahoria como guías de su conducta, pero para alguien
crecidito es más bien triste seguir con esa mentalidad. Hay que orientarse de
otro modo. Por cierto, una aclaración terminológica. Aunque yo voy a utilizar
las palabras «moral» y «ética» como equivalentes, desde un punto de vista
técnico (perdona que me ponga más profesoral que de costumbre) no tienen idéntico
significado. «Moral» es el conjunto de comportamientos Y normas que tú, yo y
algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión
sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras «morales» que
tienen personas diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra
indistintamente, siempre como arte de vivir. Que me perdone la academia...
Te recuerdo que las palabras
«bueno» y «malo» no sólo se aplican a comportamientos morales, ni siquiera sólo
a personas. Se dice, por ejemplo, que Maradona o Butragueño son futbolistas muy
buenos, sin que ese calificativo tenga nada que ver con su tendencia a ayudar
al prójimo fuera del estadio o su propensión a decir siempre la verdad. Son
buenos en cuanto futbolistas y como futbolistas, sin que entremos en
averiguaciones sobre su vida privada. Y también puede decirse que una moto es
muy buena sin que ello implique que la tomamos por la Santa Teresa de las motos:
nos referimos a que funciona estupendamente y que tiene todas las ventajas que
a una moto pueden pedirse. En cuestión de futbolistas o motos, lo “bueno”, es
decir lo que conviene, está bastante claro. Seguro que si te pregunto me
explicas muy bien cuáles son los requisitos necesarios para que algo merezca
calificación sobresaliente en el terreno del juego o en la carretera. Y digo yo:
¿Por qué no intentamos definir del mismo modo lo que se necesita para ser
hombre bueno?
No es cosa tan fácil, sin embargo.
Respecto a los buenos futbolistas, las buenas motos, los buenos caballos de
carreras, etc., la mayoría de la gente suele estar de acuerdo, pero cuando se
trata de determinar si alguien es bueno o malo en general, como ser humano, las
opiniones varían mucho. Ahí tienes, por ejemplo, el caso de Purita: su mamá en
casa la tiene por el no va más de la bondad, porque es obediente y modosita,
pero en clase todo el mundo la detesta porque es chismosa y cizañera. Seguro que
para sus superiores el oficial nazi que gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y
como es debido, pero los judíos debían tener sobre él una opinión diferente. A
veces llamarle a alguien «bueno» no indica nada bueno: hasta el punto de que
suelen decirse cosas como «Fulanito es muy bueno, ¡el pobre! » El poeta español
Antonio Machado era consciente de esta ambigüedad y en su autobiografía poética
escribió: «Soy en el buen sentido de la palabra bueno ... » Se refería a que,
en muchos casos, llamarle a uno «bueno» no indica más que docilidad, tendencia
a no llevar la contraria y a no causar problemas, prestarse a cambiar los
discos mientras los demás bailan, cosas así.
Para unos, ser bueno significará
ser resignado y paciente, pero otros llamarán bueno a la persona emprendedora,
original, que no se acobarda a la hora de decir lo que piensa aunque pueda molestar
a alguien. En países como Sudáfrica, por ejemplo, unos tendrán Por bueno al
negro que no da la lata y se conforma con el apartheid, mientras que otros no
llamarán así más que al que sigue a Nelson Mandela. ¿Y sabes por qué no resulta
sencillo decir cuándo un ser humano es «bueno» y cuándo no lo es? Porque no sabemos
para qué sirven los seres humanos. Un futbolista sirve para jugar al fútbol de
tal modo que ayude a ganar a su equipo y meta goles al contrario; una moto sirve
para trasladarnos de modo veloz, estable, resistente... Sabemos cuándo un
especialista en algo o cuándo un instrumento funcionan como es debido porque tenemos
idea del servicio que deben prestar, de lo que se espera de ellos. Pero si
tomamos al ser humano en general la cosa se complica: a los humanos se nos reclama
a veces resignación y a veces rebeldía, a veces iniciativa y a veces
obediencia, a veces generosidad y otras previsión del futuro, etc. No es fácil
ni siquiera determinar una virtud cualquiera: que un futbolista meta un gol en
la portería contraria sin cometer falta siempre es bueno, pero decir la verdad
puede no serlo. ¿Llamarías «bueno» a quien le dice por crueldad al moribundo
que va a morir o a quien delata dónde se esconde la víctima al asesino que quiere
matarla? Los oficios y los instrumentos responden a unas normas de utilidad
bastante claras, establecidas desde fuera: si se las cumple, bien; si no, mal y
se acabó. No se pide otra cosa. Nadie exige a un futbolista -para ser buen
futbolista, no buen ser humano- que sea caritativo o veraz; nadie le pide a una
moto, para ser buena moto, que sirva para clavar clavos. Pero cuando se considera
a los humanos en general la cosa no está tan clara, porque no hay un único
reglamento para ser buen humano ni el hombre es instrumento para conseguir
nada. Se puede ser buen hombre (y buena mujer, claro) de muchas maneras y las
opiniones que juzgan los comportamientos suelen variar según las
circunstancias. Por eso decimos a veces que Fulano o Menganita son buenos «a su
modo». Admitimos así que hay muchas formas de serlo y que la cuestión depende
del ámbito en que se mueve cada cual. De modo que ya ves que desde fuera no es
fácil determinar quién es bueno y quién malo, quién hace lo conveniente y quién
no. Habría que estudiar no sólo todas las circunstancias de cada caso, sino hasta
las intenciones que mueven a cada uno. Porque Podría pasar que alguien hubiese
pretendido hacer algo malo y le saliera un resultado aparentemente bueno por carambola.
Y al que hace lo bueno y conveniente por chiripa lo le llamaríamos «bueno»,
¿verdad? También al revés: con la mejor voluntad del mundo alguien podría
provocar un desastre y ser tenido por monstruo sin culpa suya. Me parece que
por este camino sacaremos poco en limpio, lo siento.
Pero si ya hemos dicho que ni
órdenes, ni costumbres ni caprichos bastan para guiar. nos en esto de la ética
y ahora resulta que no hay un claro reglamento que enseñe a ser hombre bueno y a
funcionar siempre como tal, ¿cómo nos las arreglaremos? Voy a contestarte algo
que de seguro te sorprende y quizá hasta te escandalice. Un divertidísimo
escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, contó en una de las primeras
novelas europeas las aventuras del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel.
Muchas cosas podría contarte de ese libro, pero prefiero que antes o después te
decidas a leerlo por ti mismo. Sólo te diré que en una ocasión Gargantúa decide
fundar una orden más o menos religiosa e instalarla en una abadía, la abadía de
Theleme, sobre cuya puerta está escrito este único precepto: « Haz lo que
quieras. » Y todos los habitantes de esa santa casa no hacen precisamente más
que eso, lo que quieren. ¿Qué te parecería si ahora te digo que a la puerta de
la ética bien entendida no está escrita más que esa misma consigna: haz lo que
quieras? A lo mejor te indignas conmigo: ¡vaya, pues sí que es moral la
conclusión a la que hemos llegado!, ¡la que se armaría si todo el mundo hiciese
sin más ni más lo que quisiera!, ¿para eso hemos perdido tanto tiempo y nos
hemos comido tanto el coco?
