Trabajo final M2AN
Lea los siguientes textos y responda las preguntas que
aparecen al final:
El fin del matrimonio
Alejandro Gaviria
En 1962, hace ya 50 años, la firma encuestadora
Gallup le hizo la siguiente pregunta a una muestra de mujeres estadounidenses:
¿En general quién cree usted que es más feliz, una mujer casada encargada de su
familia o una mujer soltera que trabaja? El comentarista conservador Charles
Murray llamó la atención recientemente sobre la uniformidad de las respuestas,
más de 90% de las entrevistadas respondieron que las mujeres casadas eran más
felices.
La pregunta era casi una provocación, sugiere
Murray. El matrimonio era considerado entonces un destino ineluctable. La gente
nacía, se casaba, se reproducía y moría. Eso era todo.
Medio siglo después, las cosas han cambiado de
manera radical. La gente pospone cada vez más el matrimonio. O nunca se casa. O
si lo hace, se separa después de unos cuantos años. El entorno familiar se ha
transformado consecuentemente. En Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje de
niños nacidos por fuera del matrimonio pasó de 3% en 1960 a más de 30% en 2010.
El porcentaje de niños criados por un solo padre ha seguido una trayectoria
similar. Además, las parejas casadas son menos felices. En 1962, 63% de las
mujeres decía sentirse muy feliz en el matrimonio; en 2010, este porcentaje ya
era inferior a 40%. El matrimonio no atrae, ni amarra, ni entretiene.
No sólo en Estados Unidos. En Colombia, el divorcio
es cada vez más común y la unión libre se ha generalizado, sobre todo en las
familias de menor nivel socioeconómico. Estas tendencias tienen efectos
probados sobre la socialización de las generaciones futuras. En promedio, los
hijos de padres casados muestran mejores resultados escolares, menores
problemas psicosociales y una mejor salud, tanto física como emocional. La
evidencia al respecto es inmensa. Apabullante, podría decirse. Para el caso de
Colombia, por ejemplo, los investigadores Diego Amador y Raquel Bernal
mostraron recientemente que, todo lo demás constante, los hijos de padres
casados tienen un mejor desempeño escolar que los hijos de padres en unión
libre. El matrimonio, sugieren los autores, acrecienta la responsabilidad y el
compromiso de los padres.
¿Puede hacerse algo al respecto? No mucho. El
retorno a un supuesto pasado idílico que proponen Murray y otros comentaristas
conservadores es imposible. La estatización casi completa del cuidado infantil
que proponen algunos liberales es también utópica, sobreestima las capacidades
estatales y subestima las restricciones financieras. El Estado no puede
sustituir a la familia. No completamente al menos. El novelista Michel Houellebecq
plantea el problema con precisión: “es deplorable que la unidad familiar esté
desapareciendo. Uno puede argumentar que aumenta el dolor humano. Pero,
deplorable o no, no hay mucho que podamos hacer. Esa es la diferencia entre mi
visión y la de un reaccionario: yo no tengo interés en devolver el tiempo. No
creo que pueda hacerse”.
Más allá de las políticas públicas, de la
reingeniería de valores que propone la derecha o la ingeniería social que
promueve la izquierda, el declive del matrimonio y por ende de la familia es un
fenómeno trascendental, con consecuencias inquietantes en el mejor de los
casos. “Por esta y otras razones, la sociedad ha venido perdiendo la capacidad
de producir adultos equilibrados, razonables”, me dijo un colega hace unos
meses. Razón no le falta.
Amor y sexo en la posmodernidad
“¡Ya no hay hombres!”
El autor diferencia entre el amor “moderno” y el
“posmoderno”: el primero “ofrecía la mujer-madre, pasiva y sin deseo sexual, y
el hombre-de-familia como sostén indiscutido”; el amor posmoderno despega
“madre” de “mujer”; ésta “orienta su vida privada desde el deseo sexual” y “los
hombres posmodernos deben responder a nuevas exigencias, entre ellas la de
soportar el enunciado ‘Ya no hay hombres’”.
Por Ernesto S. Sinatra *
Una queja (o un lamento) elevado en ocasiones como
grito de guerra, caracteriza a las mujeres en los tiempos actuales: “¡Ya no hay
hombres!”. Son representadas por él un número apreciable de mujeres
heterosexuales que tienen crecientes dificultades para conseguir, sobre todo de
un modo permanente, hombres: ya sea para la ocasión, pero especialmente en
matrimonio o en concubinato. Sus razones, atendibles, sostienen que, como decía
recientemente una analizante, “hombres, lo que se dice hombres de verdad, no se
consiguen fácilmente”. Esta dificultad va más allá de diferencias de clase
social, ya que es usual encontrar a mujeres pobres encabezando familias
monoparentales, por el frecuente abandono de los hombres de sus obligaciones
laborales y de manutención de sus mujeres e hijos.
El amor moderno, el freudiano, poseía una precisa
representación del hombre y de la mujer que se ha transformado notablemente en
el amor posmoderno, lacaniano. El primero ofrecía un estereotipo de la
mujer-madre como objeto de amor, pasiva y sin deseo sexual, y del
hombre-de-familia como el sostén indiscutido del núcleo familiar; mientras que
el amor posmoderno, al despegar “madre” de “mujer”, caracteriza a ésta por su
actividad, por el privilegio del trabajo sobre el hogar, por la orientación de
su vida privada desde el deseo sexual; en tanto que los hombres “posmodernos”
no solo deben enfrentar las consecuencias del avance sociojurídico de las
mujeres, sino que deben responder a sus nuevas exigencias, entre ellas la de
soportar el enunciado “Ya no hay hombres” y responder con lo que supuestamente
tienen.
Los hombres son empujados por las mujeres a dar una
respuesta cash, pues ya no alcanza con vanagloriarse de los oropeles masculinos
ligados a la sacrosanta medida del falo, sino que, cada día más, son conducidos
a demostrar con cada mujer lo que saben hacer “como hombres”.
Verificamos rápidamente las consecuencias para
ambos sexos de afrontar el redoblamiento de la apuesta: el surgimiento de
nuevos síntomas. En el horizonte masculino surge la devaluación del Don Juan,
para muchas mujeres ya una especie en extinción. Es que el modelo donjuanesco
requiere de un objeto complementario que ha caído en desuso: el objeto femenino
pasivo, sin deseo sexual, sólo despertado por el gran seductor “contra su voluntad”.
Don Juan se extingue como figura actual. Surgen entonces las mujeres “que
tienen” de verdad; especialmente en ciudades industriales de países
desarrollados, pero también en sectores acomodados de países subdesarrollados.
Fuertes y seguras, estas mujeres demuestran que
efectivamente pueden tener bienes y lucirlos; ellas son exitosas en sus
profesiones, autónomas, seguras de sí y partidarias del sexo sin ataduras ni
compromisos estables con hombres. Estas mujeres –con frecuencia divorciadas o
aun solteras– padecen síntomas que hasta ayer les eran reservados a los
hombres: estrés laboral, fobias diversas localizadas en el temor a la pérdida
de objetos: de este modo ellas participan de la angustia del propietario.
En este contexto, no debería sorprendernos la
proliferación de manuales de autoayuda. Uno de ellos, escrito por una mujer, ha
propuesto para las mujeres normas para “saber-vivir”: se trata de Barbara De
Angelis en su libro Los secretos de los hombres que toda mujer debería saber
(ed. Grijalbo), donde les propone a “ellas” reglas para obtener éxito con
“ellos”. Se trata de un catálogo de seis normas, que expongo a continuación:
1 “Cuando trate de impresionar a un hombre que me
gusta hablando tanto acerca de mí misma que no le pregunte a él nada, dejaré de
hacerlo y me limitaré a preguntarme si él me conviene.” En el inicio se sitúa
el goce del bla-bla-bla del lado femenino, ahora presentado como
mascarada-carnada. De él se aprecia que es un obstáculo para el pensamiento
equilibrado en las mujeres respecto de su deseo. La tradicional posición
femenina del hacerse amar encuentra en esta norma su traducción por el goce
narcisista de la lengua como un impedimento para asegurar el lazo con el hombre
considerado más conveniente.
2 “Le expresaré mis sentimientos negativos tan
pronto como sea consciente de ellos antes de que se consoliden, aunque esto
implique hacerle daño.” Nuevamente, se trata de un llamado a la razón femenina
a partir de su función discriminatoria, esta vez para decidir lo que hay que decir
y cuándo hacerlo: cada mujer debería estar advertida de sus sentimientos para
diferenciar los positivos de los negativos y comunicarlos al partenaire –o
candidato– en el momento oportuno.
3 “Trabajaré en cuidar mi relación con mi ex esposo
cuidando de no considerarme como dañada, y no hablaré de él como si yo fuese la
víctima y él fuese el verdugo.” Se introduce aquí una cuestión delicada: la
relación de una mujer con su ex. Es notable la toma de posición decidida de la
autora: rechaza asumir la posición “natural” de víctima (como suele hacer
cierto feminismo débil), y la empuja a confrontarse con su responsabilidad.
4 “Cuando mis sentimientos sean dañinos le diré a
mi compañero de pareja qué es lo que estoy sintiendo antes que lloriquear o
hacer muecas pretendiendo que no me preocupo o actuando como una niña pequeña.”
Esta proposición constituye un mixto entre la segunda y la tercera regla, y
agrega el rechazo del comportamiento infantil del llanto, al que caracteriza
como típica respuesta femenina.
5 “Cuando me vea llenando vacíos, áreas muertas en
la relación, me detendré y me preguntaré si mi compañero de pareja me ha dado
últimamente mucho a mí; si no lo ha hecho, le pediré lo que necesito, en lugar
de hacer las cosas mejor yo.” Esta regla busca, nuevamente, apelar a la razón
femenina para localizar esta vez lo que el partenaire no da y exigírselo, si
correspondiere. Esta norma parece recusar la salida femenina del reemplazo del
hombre por ella misma, es decir, parece contrariar el recurso de las “nuevas
patronas” (ver más abajo).
6 “Cuando me veo a mí misma dando un consejo que no
se me ha pedido o tratando a mi compañero como a un niño, dejaré de hacerlo;
tomaré aliento y permitiré que se dé cuenta de qué está fuera de su alcance, a
no ser que me pida ayuda.” Esta última norma comenta un uso habitual del
partenaire masculino en el lazo erótico, frecuente causa de estragos (pero, es
preciso agregar, no menos causa de matrimonios): aconseja a cada mujer dejar de
situarse como madre cuando el hombre se sitúa como niño.
Cada una de estas normas advierte a las mujeres de
algunos de sus síntomas más frecuentes; cada una de ellas gira en torno de la
ocasión propicia para responder al partenaire. Pero aquí encontramos la primera
dificultad, porque, como se sabe, a la ocasión no sólo la pintan calva sino,
también, mujer; y ya que –curiosamente– estas normas no dicen nada acerca de
cómo arreglárselas con la otra mujer. Es bien sabido que, cuando una mujer
depende de otra para cierto fin, suele haber problemas: Jacques Lacan habló del
“estrago” materno para situar la densidad emocional que caracteriza a la
relación madre-hija, la que contaminará los futuros encuentros de la hija-mujer
con las otras mujeres.
Otra dificultad es que estas reglas son racionales,
atinadas, pero –en el mismo punto en el que fracasa todo manual de autoayuda–
también suelen ser inservibles. Más allá de esto, en estas normas una mujer
toma partido y advierte a otras mujeres, posmodernas, acerca del riesgo de caer
en la victimización o en la identificación con la madre, características
referibles a la mujer moderna: pasiva y melindrosa, o activa sólo en su función
maternal (sobre hijo o marido, da igual).
La patrona
La búsqueda principal para una mujer, en sus
encuentros con los hombres –más allá de la satisfacción en sus encuentros
sexuales y en la maternidad– la constituye el lograr ser amada por un hombre,
llegar a capturar a uno que la ame especialmente a ella, encontrarse con aquel
que la distinga con su deseo como una, singular, entre todas las otras mujeres.
Cabe observar que, actualmente, este procedimiento suele ser realizado por
ellas a repetición, es decir, que el cumplimiento de este rasgo requiere una búsqueda
realizada con sucesivos hombres y cuyas condiciones de éxito sólo pueden ser
analizadas en cada mujer, singularmente.
Para los hombres, en cambio, la bipartición entre
el amor y el goce parece haberlos empujado a una suerte de “infidelidad
estructural”. Se constituye entonces el problema masculino en estos términos:
cómo podría arreglárselas un hombre con una sola mujer, cómo elegir a una y
situarla en el lugar de causa de su deseo. Algunos hombres, a los que podríamos
denominar neuróticos “tradicionales”, suelen llamar a sus esposas “la patrona”.
La patrona, designación con la que denuncian su elección conforme al tipo de la
mujer-madre, organiza sus vidas. Si bien algunos de estos hombres pueden
conservar el rasgo de infidelidad “social” y gozar con otras mujeres –sea con
amantes ocasionales o estables, o por renta part-time de servicios sexuales–,
¿qué sucede sexualmente con la patrona?
No podría decirse –al menos no en muchos casos– que
esos hombres no quieran a su patrona, mujer única para ellos; pero, ¿cómo gozar
de la patrona en la cama? Ya que se sabe, desde Freud, que para gozar de una
mujer en el acto sexual un hombre debe faltarle el respeto. Esto se refiere a
la idealización de una mujer: si una mujer está “allí arriba”, no puede
compartir el lecho “aquí abajo”. Imaginemos a un hombre –estoy pensando en una
dificultad narrada por un sujeto obsesivo– que, en el preciso momento de
penetrar a su esposa, se encontró viendo a la madre... de sus hijos. ¿Cómo
podría poseerla “de verdad”, si su libido se halla adherida al objeto
incestuoso y toda su vida ha girado en torno de su dedicación a esa madre,
mientras secretamente se consagraba –aunque no menos en la actualidad– a
ejercicios masturbatorios?
Y ahora desde la perspectiva de “la patrona”, ¿qué
sucede cuando ella se ubica complaciente y decididamente en su puesto de mando,
aunque haga de ese lugar el último baluarte de una sempiterna queja? Una mujer,
cuando se trata de obtener goce sexual en el encuentro con un hombre, deberá
dejarse tomar como objeto causa de deseo, es decir, prestarse a ese goce que él
obtiene con su fantasma, y por ese medio extraer ella Otro goce que excederá no
solo a él, sino, y especialmente, a ella misma. La patrona de la que hablamos
no parece estar dispuesta a esos deslices libidinales, ya que su satisfacción
está puesta en otro lugar: “fabricar a su hombre” (ver más abajo), llámese
“maternidad”.
Nueva patrona
Las mujeres de hoy ya no necesitan el palo de
amasar de la patrona-ama-de-casa como emblema del poder fálico (y quizá tampoco
requieran tanto como antes de sus hijos, al menos no de los hijos concebidos
con sus maridos). Con las transformaciones del mercado capitalista se ha
modificado el equilibrio de fuerzas entre hombres y mujeres. La justa
apropiación por parte de las mujeres de sectores ligados tradicionalmente con
la esfera pública ha introducido cuantiosos matices en la guerra entre los
sexos. Un nuevo tipo femenino no oculta su predilección por el sexo ocasional.
Decididas en el encuentro sexual, suelen quejarse de que los hombres se
intimidan cuando ellas los encaran dejando ver las llaves de su departamento o
de su auto. Ese gesto puede constituir una mostración de la impotencia
masculina (“Ahora yo lo tengo y vos no”) y resultar para un hombre un castigo
aún más doloroso que el inocente palo de amasar de antaño. Venganza
femenina/humillación masculina. Sin embargo, un hombre, confrontado con ese
señuelo, no tendría por qué sentirse intimidado: sólo la magnitud de su
indexación fálica habrá determinado esa respuesta. Una mujer en el diván,
enojada consigo misma, se quejaba por cómo había tratado a un hombre que la
atraía especialmente. Luego del momento inicial de mutua seducción, y ya en el
umbral de un encuentro sexual, ella le preguntó si había traído preservativos.
A su respuesta “Traje algunos, ¿y vos?”, ella no tuvo mejor idea que decirle:
“¡Bueno, bueno, cuánta fe que nos tenemos!”. La respuesta de él no se hizo
esperar: impotencia sexual.
Del lado de estas mujeres se ha producido una
inversión dialéctica en su posición discursiva: han dejado de sentirse
“mujeres-objeto” para procurarse “hombres-objeto”. Como otra de ellas me
enfatizaba en una entrevista: “Yo, como muchas de mis amigas, no estamos
dispuestas a tener un hombre al lado durante mucho tiempo. Al tiempo se vuelven
insoportables y hay que pedirles que se vayan”.
En una primera entrevista, otra mujer –ejecutiva,
famosa, reconocida socialmente– hablaba de los hombres igual que ciertos
hombres hablan de las mujeres. Un rasgo de su padre, que comentó al pasar, era
la sustancia identificatoria de la que se alimentaba: ella era en el mundo de
los negocios –éstas fueron sus palabras– “un hombre más”, y obtenía su éxito
empresarial en el mismo rubro en el que su padre había fracasado. Efectivamente
se había transformado en un hombre más, y no le hizo falta ninguna prótesis
peneana para serlo; tampoco era homosexual; era una mujer perfectamente
neurótica.
Este tipo de mujeres hacen el hombre a su manera:
no son las que tienen (ni quieren) un marido a quien hacer existir como el
hombre que ellas pretenderían ser; ellas no moldean a “su” hombre a su imagen y
semejanza. Para ellas el reemplazo es directo y sin mediación: son ellas
quienes lo borran del mapa y se colocan en su lugar. Este tipo de mujer
“posmoderna” constituye un envés de aquella otra, “moderna”, que, encerrada en
su familia, se había dedicado a fabricar a su hombre: vistiéndolo, mandándolo
al trabajo (y a la vida), con una caricatura de docilidad que la encuentra
pasiva, callada y siempre plegada al deseo masculino.
De esta nueva posición, el testimonio light lo
constituyen los clubes de mujeres solas –o casadas pero reunidas solas para la
ocasión– presenciando stripteases masculinos, ululando con cada trozo de los
cuerpos exhibidos y peleándose ritualmente, de un modo fetichista, para
conseguir el slip ofrecido. Esta práctica se ha transformado en un hábito
aceptado socialmente; a veces, aunque no siempre, con el único requisito de que
las mujeres casadas vuelvan después a sus casas.
Se deduce que la división amor-goce pareciera ya no
funcionar exclusivamente del lado de los hombres, a partir de que el simulacro
fálico ha tomado legitimidad jurídico-social para las mujeres. Pero quedan aún
por determinar las variaciones singulares que se producen, no sólo en la esfera
pública, a partir del justo reconocimiento de la paridad legal entre ambos
sexos, sino especialmente en el campo del goce sexual, ya que en éste no existe
la justicia distributiva.
* Texto extractado de ¡Por fin hombres al fin! (ed.
Grama)
Taller
1. ¿Por qué el matrimonio ha perdido
vigencia?, ¿Qué consecuencias futuras para la familia y la sociedad trae esta
tendencia?, ¿Cuál es la relación entre libertad y responsabilidad con la escasa
atracción hacia el matrimonio?
2. Estamos ante una nueva concepción de la
sexualidad, una pérdida del machismo y de la hegemonía masculina con un
nuevo empoderamiento de la mujer. ¿Cuáles son las nuevas tendencias sobre la
sexualidad contemporánea'? ¿Qué les depara a los hombres y a las mujeres?
3. Ustedes deben leer
los cinco textos que aparecen en este documento. Todos ellos nos hablan de la
problemática educativa. Sólo se permite grupos hasta de tres personas. Deben
escribir un documento de 1500 palabras como mínimo y en él deben expresar cinco
factores de las principales problemáticas de la educación en Colombia. En el
texto, y de manera obligatoria, deben aparecer referencias y citas de los
textos leídos. Bajo ninguna circunstancia se permitirá copia de textos de
internet. Cualquier copia anulará su trabajo.
Al oído de la
academia
María Elvira Bonilla
Un estudiante de
doctorado de la famosa Escuela Politécnico de Lausana en Suiza, donde estaba a
punto de obtener su título doctoral en ciencias exactas, desistió de hacerlo y
en su defecto le envió esta carta abierta a su universidad, que circula en las redes
sociales.
Se
trata de un cuestionamiento al rol de la academia y su propósito, que a veces
termina desvirtuado y enredado en la multiplicación de posgrados que terminan
por aceitar la máquina registradora, olvidado su fin último, el de enriquecer
el conocimiento. Aunque es una extensa carta la que escribe Gene Bunin, este es
el corazón de su preocupación:
“He
perdido fe en el mundo académico de hoy como algo que debería traerle un
beneficio positivo a la sociedad en la que vivimos. En cambio, estoy empezando
a pensar en él como una gran aspiradora de dinero que se lleva subvenciones y
escupe resultados nebulosos, impulsada por personas cuya principal preocupación
no es avanzar en el conocimiento con las positivas consecuencias que esto
acarrearía, sino agrandar su currículum con el fin de conservar posiciones o
ascender en el cerrado mundo universitario. (…)
Empiezo
por respetar la premisa de que el objetivo de la ciencia y la investigación
académica es la búsqueda de la verdad para mejorar la comprensión del universo
que nos rodea y utilizar ese entendimiento para impulsar transformaciones que
aseguren un futuro mejor para la humanidad. En ese orden de ideas, uno como
investigador tiene que ser brutalmente honesto, sobre todo con uno mismo y con
la calidad del trabajo que realiza.
Pero
no, lo que se te enseña va en contravía a estos supuestos con los que uno
ingresa a la vida académica. Se te enseña a “vender” tu trabajo, a preocuparte
de tu “imagen” y a ser estratégico en tu vocabulario y en la manera de utilizarlo.
Prevalece una buena presentación sobre el contenido y se estimula perversamente
a hacer contactos para asegurar un futuro laboral. El criterio comercial se
impone sobre el rigor que debería mandar en el trabajo del doctorado.
Anualmente,
el rector nos manda un correo electrónico con el ránking en el que está ubicada
la Escuela. Yo siempre me pregunto: ¿Por qué habría de preocuparle esto a
científicos e investigadores? ¿Para qué? ¿Para elevar nuestros ya hinchados
egos? ¿No sería mejor un reporte anual del rector informando sobre la manera
positiva como el Politécnico está afectando el mundo o contribuyendo a resolver
problemas importantes? En cambio, se nos dan estos estúpidos números que
indican a qué universidades podemos mirar con desprecio y a cuáles aún debemos
rebasar.
No
tengo la solución a estas inquietudes. Abandoné mi doctorado. Simplemente es
una decisión personal, desesperada. Lo que sí quiero impulsar es un tipo de
conciencia y responsabilidad. Pienso que hay muchos de nosotros, ciertamente de
mi generación, a quienes nos gustaría ver a la academia como un sinónimo de
conocimiento, capaz de arrojar resultados concretos, transformadores. Los
académicos deben tener un compromiso con la sociedad, más allá de inflar sus ya
hinchados egos. Sé que a mi me gustaría, pero he renunciado a ello, así que
buscaré a la ciencia verdadera desde otro camino”.
Una reflexión que debería poner a
pensar a más de uno
"Colombia es
una cenicienta que quiere ir al baile de los países desarrollados"
Rodolfo Llinás, uno de los científicos más
importantes del país, critica un sistema educativo que no respeta a los niños y
no les enseña lo que necesitan.
SEMANA: Usted
lleva 52 años fuera de Colombia, pero nunca ha faltado a una cumbre como la que
se realizó esta semana para hablar de educación. ¿Por qué?
RODOLFO
LLINÁS: Es muy sencillo, es mi patria. La recuerdo con enorme cariño. La
patria es como la primera novia que uno tiene: totalmente inolvidable.
SEMANA: ¿Y
entonces por qué se fue?
R. LL: Porque
no había posibilidades en Colombia.
SEMANA:
¿Posibilidades para hacer qué?
R. LL: Para
la ciencia, que era lo que yo quería hacer.
SEMANA: ¿Y cree
que hoy, 52 años después, sí hay esas posibilidades?
R. LL: No.
Hay muy pocas. Mucha de la gente que va a especializarse y regresa tiene que
devolverse porque en Colombia no hay posibilidades. Otros acaban teniendo un
trabajo en el que no practican lo que estudiaron y muchos terminan de políticos
o haciendo otras cosas. ¿Imagínese uno de físico qué puede hacer aquí?
SEMANA: ¿Cómo lee
a un país que no valora la ciencia ni a sus científicos?
R. LL: Es un
país que está retrasado intelectualmente. Un país no valora la ciencia porque
nadie les ha enseñado a sus ciudadanos su valor. Y si los dirigentes no
lo entienden es porque no les interesa. A muchos lo único que les importa es
tener dinero, tener viejas, tener poder.
SEMANA: Usted
viene en un momento muy importante para este debate. Muchos dicen que la
educación en Colombia está en crisis. ¿Qué piensa?
R. LL: Yo
creo que no hay ninguna crisis. Una crisis ocurre cuando algo malo pasa. Pero
cuando es crónico ya no es crisis. Es simplemente el estado triste de Colombia.
Cuando hicimos la reunión de los sabios yo dije: “Colombia es una Cenicienta
que quisiera ir al baile de los países desarrollados”.
SEMANA: ¿Qué
quería decir con eso?
R. LL: Cualquier
otro grupo humano daría lo que fuera por tener la tierra colombiana. ¿Se
imagina? Con dos océanos, con agua dulce, con todo prácticamente… La vida en
Colombia es demasiado fácil. No hay invierno, la gente no se muere de
desnutrición. Hay una frase en inglés que describe eso “Such is life in the
tropics” (“Así es la vida en el Trópico”). Por eso yo siempre he dicho que
Colombia tiene mejor tierra que gente.
SEMANA: Esa es una
frase muy cruda.
R. LL: No lo
es. Colombia tiene una posición fantástica en el globo terráqueo. Pero la gente
que vive ahí, precisamente porque vive en un lugar fantástico, no tiene que
competir para vivir. Salen y se comen su plato de comida sin problema. Entonces
la gente cree que la vida es para gozar.
SEMANA: ¿Y si no
es para gozarla, para qué es?
R. LL: No es
para gozarla, es para pensar, que es una manera más sofisticada de gozar. Es
decir, a mí me parece sumamente interesante que la gente quiera, como me decía
un amigo, es “rumbear todo el tiempo”. ¡Qué cosa tan aburrida! No podemos
pasárnosla de cha, cha, cha hasta la muerte.
SEMANA: ¿Y usted
por qué cree que queremos solo vivir para rumbear?
R. LL: Porque
no hay educación.
SEMANA: Se cumplen
20 años de esa Misión de Sabios que reunió a los más importantes intelectuales,
incluido Gabriel García Márquez, del país a hablar de educación. ¿Qué balance
tiene de ese esfuerzo?
R.
LL: Hicimos gran cantidad de libros, yo escribí uno que se llama El Reto.
Llegamos a toda clase de conclusiones que nunca nadie leyó. Se habló de que se
invirtiera en ciencia y tecnología por lo menos el 1 por ciento del PIB y que
lo deseable era que fuera más. Hoy esa inversión no alcanza a ser ni el 1 por
ciento que deseábamos en esa época.
SEMANA: ¿Qué más
siente que falta por hacer?
R.
LL: Primero hay que reconocer la importancia de la educación. Colombia no
será nada hasta que no eduque su gente. El problema siempre ha sido que no se
optimiza a los individuos, no se les da la posibilidad de llegar a lo mejor que
pueden ser. Eso solo se logra con educación pues al fin y al cabo esta se trata
simplemente de optimizar las capacidades cerebrales. ¿Cómo hacemos para
optimizar? Hay que trabajar más porque la gente entienda, que la gente sepa algo.
El saber es simplemente poder poner en contexto lo que uno sabe.
SEMANA: Usted ha
dicho que la educación es tan necesaria como el agua…
R. LL: Sí. La
educación más que importante es esencial. Si no se le da al cerebro la
capacidad de optimizar seremos individuos de segunda clase que no alcanzamos
todo lo que podíamos ser. La ventaja de la educación es que si se hace bien
mejora la calidad del individuo, por eso digo que es como el agua o una buena
comida.
SEMANA: ¿Cree que
los niños y niñas colombianos tienen hoy un buen menú en ese sentido?
R. LL: El
problema con los niños es que no los quieren, no los respetan y no les ponen
atención. Los niños sí saben lo que quieren, pero esto es muy distinto a lo que
les dan en la escuela. Entonces hay rebeldía intelectual, no aprenden, se
jartan. Se requiere una postura diferente del sistema de educación que entienda
que los niños son seres pensantes y sumamente inteligentes. Hay que saber qué
es lo que les gusta, porque lo que les gusta es lo que saben hacer mejor.
SEMANA: Si tuviera
que hacer un diagnóstico de los problemas de la educación en Colombia, ¿cuáles
serían sus conclusiones?
R. LL: Para
mí el problema es de la metodología y de la estructura de los profesores. Los
profesores quieren tener una posición no de guía, sino de maestros en donde
solamente ellos mandan. Son ellos quienes les dicen a los niños qué tienen que
aprender y si pasan o no pasan. Así es imposible. No son instructores, sino
personas que quieren tener poder, poder de rajar y de expulsar de la
escuela.
SEMANA: ¿Y la
metodología?
R. LL: Es muy
sencillo. Tiene que ver con los cursos y las cosas que se enseñan: geografía
sin historia, matemáticas sin geografía. Se enseñan cosas por separado. ¿De
dónde sale la geometría si no hay un contexto histórico? Lo único que importa
es saberse las propiedades de los triángulos para obtener una nota.
SEMANA: ¿Cómo
debería ser entonces?
R. LL: ¿Para
qué sirven los triángulos? Por ejemplo, los mayas, los aztecas, los egipcios
hicieron pirámides. Si las miramos encontramos que están preciosamente
organizadas con respecto al universo. ¿Cómo hicieron para construir eso? Se
requieren tres cosas: las líneas rectas, una piola y un peso. Nada más.
Entonces para esas culturas la geometría era una herramienta para hacer
agricultura. Cuando uno entiende así, todo es muy diferente. La escuela enseña
la ubicación de los ríos, pero jamás explica la importancia del agua. Somos un
baúl repleto de contenidos, pero vacío de contexto. De ahí nuestra dificultad
para aplicar el conocimiento en la realidad.
Educación sin importancia
Jorge Orlando Melo
En
los exámenes de Pisa, que miden el nivel académico de los jóvenes del mundo al
terminar la escuela básica, Colombia quedó otra vez, en el 2012, en los últimos
lugares. En lectura, matemáticas y ciencias, nuestros estudiantes de 15 años
tienen el nivel de los niños de Shanghái de 9: es como si hubieran estudiado
seis años menos, como si hubieran perdido seis años yendo a escuelas inútiles.
De 1.000 niños colombianos, en matemáticas, apenas 3 llegan a los dos niveles
superiores, 750 están en los dos más bajos y los 250 restantes en los dos
intermedios. En Shanghái, más de 500 están en los dos grupos mejores.
Y
el resultado promedio colombiano, con puntajes que en el 2012 fueron algo más
bajos que en el 2009 –Colombia había mejorado lentamente hasta ese año y ahora,
por primera vez, desmejoró–, esconde grandes desigualdades: los niños de los
mejores colegios privados, los de las grandes ciudades, suben los resultados;
malísimos en los colegios públicos y en las ciudades pequeñas y medianas. Los
niños que van a los 100 colegios con mejores resultados de Colombia están casi
con seguridad por encima del nivel medio de los europeos. Son niños que han
crecido en casas con libros y estímulos intelectuales, ido a guarderías
carísimas y bien dotadas, estudiado en colegios con buenos maestros y buenas
bibliotecas. Irán a las mejores universidades, tendrán empleos bien pagos y
serán más creativos que los demás. En el otro extremo están los niños que han
crecido en el abandono, la pobreza o el maltrato, han ido a guarderías
infantiles sin recursos y estudiado en colegios públicos sin libros (aunque en
el futuro, con ‘tabletas’, con las que jugarán más y aprenderán menos) y con
maestros desanimados y mal escogidos. Irán a universidades malas a conseguir un
cartón que les permita emplearse en la servidumbre tecnológica del futuro. La
peor desigualdad del país, la que garantiza que por décadas seguiremos siendo
un país muy desigual, es la educativa, que define desde los 3 o 4 años de edad
el futuro plano y aburrido que les tocará a casi todos los niños.
Nadie
sabe qué hacer, aunque todos digan que hay que mejorar la calidad. Algunos
lamentan que hacia 1957 o 1958 el país se hubiera embarcado en dar educación a
todos, en vez de concentrarse en mejorar la calidad de la educación de las
minorías. En efecto, el Gobierno decidió que la mayor parte de los recursos
iría a la educación primaria, en vez de gastarlos, como hasta entonces, en la
educación media y universitaria de una pequeña parte de la población. En
realidad, tuvo que transar: la plata se repartió entre una educación básica que
ya llega a todos, pero es mala, y una educación universitaria algo mejor y que
ha crecido mucho. Como en toda América Latina, orientar el gasto a la escuela
básica y dejar que la educación superior la pagaran sus beneficiarios era
políticamente imposible en un país en el que las clases medias, que llenan las
universidades públicas, son la base del electorado. Hoy las presiones para que
aumenten los presupuestos de las universidades son más fuertes que las que hay
para mejorar la educación básica, que requiere políticas de largo plazo,
costosas y bien diseñadas, y a la que no van los hijos de nadie que tenga algo
de poder.
Lo
más seguro es que nada cambie, y hay pocas propuestas concretas. Yo creo en buenas
bibliotecas y buenos maestros, y programas más exigentes (más conocimientos y
menos “competencias”, que nadie sabe qué son), pero seguramente nos iremos por
el camino ilusorio de la innovación tecnológica.
Afortunadamente,
los niños no parecen sufrir con esto: los colombianos, aunque no aprendan
mucho, son, en todo el mundo, los que pasan más contentos en la escuela.
El güinche y las
locomotoras
Jorge Orlando Melo
Sabemos que hay que invertir más en
ciencia y tecnología, pero no cómo cambiar una cultura que no valora el trabajo
industrial o manual
Con frecuencia
aparecen en revistas y periódicos enumeraciones entusiastas de los grandes
inventos colombianos, de nuestras contribuciones a la ciencia y la tecnología.
Casi siempre figuran la válvula de Hakim, los aportes de Reynolds al
marcapasos, la vacuna de Patarroyo o las técnicas de cirugía de córnea de
Barraquer y las bolsas de basura aromatizadas.
Unos pocos casos, algunos discutibles, que más bien mostrarían que en Colombia ha habido pocos inventos, a pesar de la inteligencia y creatividad que se atribuyen a los colombianos y a que hace medio siglo se creó Colciencias y se reformaron las universidades para que se convirtieran en instituciones basadas en la investigación y creadoras de ciencia y tecnología.
Es verdad que sabemos poco de la historia de desarrollo tecnológico en el país, de los descubrimientos científicos que resultan aplicables, o de los pequeños cambios que los trabajadores hacen en fincas, talleres o fábricas, y que mejoran una herramienta o una forma de hacer las cosas. Muchos inventos fueron mejoras de herramientas preexistentes. Tal vez el invento local de más impacto en la economía fue el 'güinche', un tipo de guadaña de doble filo que duplicaba la eficiencia en el corte de helechos, inventado por un anónimo herrero de Sonsón a finales del siglo XIX. Sin embargo, no he encontrado nada sobre su historia, no hay muestras en ningún museo, nada aparece en Internet. A su lado, podrían mencionarse las mejoras en las locomotoras sugeridas por P. C. Dewhurst a los fabricantes europeos a comienzos del siglo XX. Y, como lo muestra el fascinante libro de Alberto Mayor Inventos y patentes en Colombia, 1930-2000, la mayor parte de los inventos patentados tuvo que ver con técnicas y herramientas para la minería y el café.
Por supuesto, Mayor, aunque no incluye en su maravillosa y barroca lista la invención del hielo que nos contó García Márquez, sí registra el visionario descubrimiento de una bebida alcohólica de maíz y azúcar, patentado en 1932, o las mejoras en la fabricación de la chicha, o, en años más recientes, el salero para climas húmedos.
Entre tanto invento, sin embargo, no aparecen ni diez patentes concedidas a universidades colombianas, y esto apunta a un problema de fondo: en Colombia, como decía en 1879 el rector de la Nacional Manuel Ancízar, la escuela es enemiga del taller. La formación de los niños y de los jóvenes es teórica y abstracta, sin vínculo con ningún oficio práctico, ni en la primaria ni la secundaria, y todo el prestigio va a los profesionales que no se ensucian las manos. Aunque desde 1936 presidentes y ministros de Educación han dicho que lo importante es la educación técnica y tecnológica, poco ha cambiado, y los jóvenes que se gradúan en estas áreas ganan mucho menos y tienen mayores tasas de desempleo que los profesionales de ramas afines. En las universidades, la ciencia y la investigación avanzan, pero en la mayoría de los casos (y las excepciones tienen que ver con algunos productos agrícolas y unas pocas industrias) no tienen mucho que ver con lo que pasa en talleres o fábricas: casi nunca los grandes proyectos de investigación llevan a patentes o a usos industriales, y raras veces las industrias buscan en la universidad la solución de sus problemas.
Sabemos que hay que invertir más en ciencia y tecnología, pero no cómo cambiar una cultura que no valora el trabajo industrial o manual, cómo romper el muro entre la cultura académica y la cultura del trabajo, cómo hacer que los científicos piensen en el trabajo y los trabajadores tengan un espíritu científico. Y si no hay cambios en este sentido, más dinero a la investigación académica hará que se publiquen más artículos en revistas internacionales, pero no que cambien las técnicas en la finca, el taller o la casa.
Unos pocos casos, algunos discutibles, que más bien mostrarían que en Colombia ha habido pocos inventos, a pesar de la inteligencia y creatividad que se atribuyen a los colombianos y a que hace medio siglo se creó Colciencias y se reformaron las universidades para que se convirtieran en instituciones basadas en la investigación y creadoras de ciencia y tecnología.
Es verdad que sabemos poco de la historia de desarrollo tecnológico en el país, de los descubrimientos científicos que resultan aplicables, o de los pequeños cambios que los trabajadores hacen en fincas, talleres o fábricas, y que mejoran una herramienta o una forma de hacer las cosas. Muchos inventos fueron mejoras de herramientas preexistentes. Tal vez el invento local de más impacto en la economía fue el 'güinche', un tipo de guadaña de doble filo que duplicaba la eficiencia en el corte de helechos, inventado por un anónimo herrero de Sonsón a finales del siglo XIX. Sin embargo, no he encontrado nada sobre su historia, no hay muestras en ningún museo, nada aparece en Internet. A su lado, podrían mencionarse las mejoras en las locomotoras sugeridas por P. C. Dewhurst a los fabricantes europeos a comienzos del siglo XX. Y, como lo muestra el fascinante libro de Alberto Mayor Inventos y patentes en Colombia, 1930-2000, la mayor parte de los inventos patentados tuvo que ver con técnicas y herramientas para la minería y el café.
Por supuesto, Mayor, aunque no incluye en su maravillosa y barroca lista la invención del hielo que nos contó García Márquez, sí registra el visionario descubrimiento de una bebida alcohólica de maíz y azúcar, patentado en 1932, o las mejoras en la fabricación de la chicha, o, en años más recientes, el salero para climas húmedos.
Entre tanto invento, sin embargo, no aparecen ni diez patentes concedidas a universidades colombianas, y esto apunta a un problema de fondo: en Colombia, como decía en 1879 el rector de la Nacional Manuel Ancízar, la escuela es enemiga del taller. La formación de los niños y de los jóvenes es teórica y abstracta, sin vínculo con ningún oficio práctico, ni en la primaria ni la secundaria, y todo el prestigio va a los profesionales que no se ensucian las manos. Aunque desde 1936 presidentes y ministros de Educación han dicho que lo importante es la educación técnica y tecnológica, poco ha cambiado, y los jóvenes que se gradúan en estas áreas ganan mucho menos y tienen mayores tasas de desempleo que los profesionales de ramas afines. En las universidades, la ciencia y la investigación avanzan, pero en la mayoría de los casos (y las excepciones tienen que ver con algunos productos agrícolas y unas pocas industrias) no tienen mucho que ver con lo que pasa en talleres o fábricas: casi nunca los grandes proyectos de investigación llevan a patentes o a usos industriales, y raras veces las industrias buscan en la universidad la solución de sus problemas.
Sabemos que hay que invertir más en ciencia y tecnología, pero no cómo cambiar una cultura que no valora el trabajo industrial o manual, cómo romper el muro entre la cultura académica y la cultura del trabajo, cómo hacer que los científicos piensen en el trabajo y los trabajadores tengan un espíritu científico. Y si no hay cambios en este sentido, más dinero a la investigación académica hará que se publiquen más artículos en revistas internacionales, pero no que cambien las técnicas en la finca, el taller o la casa.
El pelo de los osos
Un interesante
artículo publicado hace algún tiempo en este diario nos cuenta que en el pelo
exterior de los osos perezosos de tres dedos los científicos descubrieron
diversas clases de hongos, cuyos extractos sirven, entre otras cosas, para
enfrentar el parásito que causa la malaria y para combatir el cáncer de mama y
el T. cruzi, elemento responsable de la enfermedad de Chagas.
Por: Piedad Bonnett
– El Espectador- Febrero 15 de 2014
7
Solemos hablar de “los científicos” o “los investigadores” como quien se
refiere a una entelequia, que sólo toma rostro de manera esporádica cuando
aparecen los nombres de los premios Nobel, por ejemplo. Y poco nos preocupamos
por saber cómo nacen sus descubrimientos. A veces se dice que como obra del azar
o de la casualidad. Pero en estos casos la explicación es incompleta: si ese
azar no es registrado oportunamente y en todo su significado, pues el sentido
de lo descubierto sencillamente se les escaparía. En el caso del pelaje de los
perezosos, la noticia es tan curiosa que nos lleva a preguntarnos: ¿y a quién
se le ocurrió espulgar al oso?
Pues a la doctora
Sarah Higginbotham, microbióloga del Instituto Smithsonian de Investigaciones
Tropicales de Panamá y directora del proyecto, quien explicó que cuando supo
que las algas verdes viven en el pelaje de los perezosos y que éste “absorbe el
agua como una esponja”, se preguntó qué más habría ahí y comenzó a investigar.
La sencilla confesión de la doctora Higginbotham nos da la clave: para que el
conocimiento avance se necesitan curiosidad e imaginación. Las mismas que
llevaron a Marie Curie a ir más lejos de donde había llegado ya y descubrir el
polonio y el radio, o a Fleming a fijarse en el moho que apareció en una
escudilla y mató una muestra de bacterias, o a Mendel a descubrir las leyes de
la genética en una planta de guisantes, en medio de incredulidad y mofas
generalizadas.
Formar seres
curiosos e imaginativos es lo que pretende la educación: niños y adolescentes
que luego sean adultos con ganas de leer, con mente crítica, capaces de poner
en duda las verdades reveladas, recursivos e indagadores. Todo lo contrario de
los estudiantes colombianos, esos evaluados como mediocres en las pruebas Pisa,
que además consideran, en su gran mayoría, que copiar —de un libro, de
Wikipedia, de cualquier parte— no es grave, porque lo más importante es mejorar
la nota o salvar un promedio.
Sus respuestas
señalan, entre otras cosas, un sistema docente perezoso, que sigue pegado a la
nota como única medida del logro y que en buena proporción no se actualiza ni
está en capacidad de promover caminos de búsqueda individuales; y una sociedad
que valora el fin independientemente de los medios, que celebra la actitud del
pícaro y justifica la trampa, y que desdeña el proceso porque todo lo mide con
el rasero del éxito económico y social. Una sociedad a la que, estoy segura, le
parece estúpido preguntarse qué puede crecer entre el pelo del oso de tres
dedos.
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