Violentólogos
En 1987 el gobierno del presidente
Barco contrató a un grupo de profesores de la Universidad Nacional para que
hiciera un estudio sobre las causas de la violencia en Colombia.
Por: Mauricio García Villegas
A ese grupo, dirigido por Gonzalo
Sánchez, se le conoce como el de los violentólogos y su informe fue publicado
en un libro titulado Pasado y Presente de la Violencia en Colombia. Para los
violentólogos, la violencia tenía causas objetivas, como la exclusión social y
la falta de participación política. Estudios posteriores, sin embargo,
sostuvieron que la violencia no estaba determinada por esas causas objetivas
sino por la debilidad de las instituciones. Posteriormente otras investigaciones
terciaron en el debate y mostraron que ambas causas, la exclusión social y
debilidad institucional, determinaban la violencia.
Yo tiendo a
estar de acuerdo con esta última explicación multi-causal. Más aún, tiendo a
pensar que hay una tercera causa que también interviene y a la cual se le ha
prestado poca atención. Me refiero a la cultura.
Los
violentólogos se ocuparon sobre todo del conflicto armado y de la violencia
organizada. Pero el hecho es que menos del 20% de las muertes en Colombia
obedece a grupos organizados. Casi toda nuestra violencia se origina en la vida
cotidiana de la gente: vecinos, amigos, compañeros de trabajo que se agreden
físicamente; maridos que golpean a sus esposas; padres que maltratan a sus
hijos; hombres que violan a mujeres, etc.
Esta violencia tiene mucho que ver con
los altos niveles de desconfianza interpersonal que existen en el país. Esa
desconfianza, a su turno, está relacionada con el tipo de valores, principios y
creencias que predominan en la sociedad. Si, por ejemplo, se toma el mapa de la
Encuesta Mundial de Valores (WWS por su sigla
en inglés) y se relacionan sus datos con las tasas de homicidio, se observa
cómo las sociedades más tradicionales son también las más violentas. Existe una
correlación entre, por un lado, rechazar cosas como el divorcio, la
homosexualidad y el suicidio; ser un fiel creyente y reverenciar la patria, la
autoridad o el orden y, por el otro lado, pertenecer a una sociedad en donde la
gente se mata más. (Al escribir estas líneas leo una investigación que acaba de
ser publicada en The Economist, en donde se muestra que los hijos de los ateos
son más altruistas y solidarios que los hijos de padres religiosos).
Ahora bien, no
tener esos valores tradicionales tampoco garantiza la paz social. Algunas
sociedades en donde la secularización es muy fuerte, como en los países
excomunistas, la violencia subsiste. Lo que sí parece producir una sociedad no
violenta, en donde la gente respeta a los demás y no se matan entre ellos, es
un proceso de secularización acompañado de individualización democrática. Así
las cosas, para aumentar la confianza interpersonal se requieren de una
educación que inculque valores seculares de tolerancia, pluralismo,
individualización y respeto. Eso es lo que consiguen los países que tienen una
educación mayoritariamente pública, pluriclasista y de buena calidad. Pero
claro, también es necesario, por supuesto, que todo esto esté acompañado de
políticas públicas destinadas a contrarrestar las otras dos causas anotadas al
principio de esta columna, es decir la debilidad institucional y la exclusión
social.
Digo todo esto
para concluir lo siguiente: ahora que estamos a punto de entrar en el
posconflicto, necesitamos un nuevo tipo de violentólogos, menos interesados en las
violencias organizadas y más atentas a la combinación de causas (económicas,
institucionales y culturales) que sustentan la violencia cotidiana en Colombia.
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