viernes, 19 de febrero de 2016

Lecturas para cultura y sociedad


Lecturas para cultura y sociedad
Depresión y paranoia

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Julio 31 de 2009

ALGUNA VEZ LE OÍ DECIR A UN PROfesor de sicología que las enfermedades mentales dependen mucho de la sociedad en la que se vive. Así por ejemplo, me explicaba, mientras en los Estados Unidos mucha gente se deprime, en América Latina no faltan los paranoicos. No sé si mi colega tiene alguna teoría para explicar esta diferencia, pero la mía es esta:

En los países que tienen una gran clase media, que son por lo general países desarrollados, la gente siente que los demás, a pesar de tener más o menos dinero, son ciudadanos, como ellos. En nuestros países, en cambio, las diferencias sociales son tan grandes que la gente ve a los que no son de su clase social como extraños y desconfía de ellos. Esto no me lo estoy inventando yo; fue dicho a mediados del siglo XIX por el historiador Sir Henry James Maine. En las sociedades tradicionales, explicaba Maine, los lazos sociales dependen del estatus, mientras que en las sociedades modernas dependen del derecho. En las primeras dominan el padrinazgo, las relaciones de clientela y las palancas; en las segundas, en cambio, lo que importa es ley.

Mi teoría entonces es esta: en una sociedad moderna, la falta de desafíos engendra comportamientos depresivos; en una sociedad como la nuestra, la desconfianza produce paranoicos.

Es muy difícil probar lo que estoy diciendo, entre otras cosas porque en Colombia hay una mezcla de tradición y modernidad; sin embargo, creo que todos tenemos evidencias de lo mucho que aquí cuenta el estatus social. Cuando digo todos, lo digo en serio. No sólo me refiero a los ricos, a los blancos y a los que tienen apellidos ilustres —que aquí son los mismos—, sino también a los de clase media y a los pobres. En nuestro minucioso escalafón social cada cual encuentra sus amos y sus esclavos. En Bogotá los porteros son sumisos cuando se relacionan con los propietarios del edificio, pero déspotas cuando un transeúnte desorientado les pide información. Los choferes de taxi desprecian a los de bus por llevar pasajeros pobretones. Todos miran hacia arriba, bien sea para defenderse o para protegerse (con una palanca) o hacia abajo, para sentirse importantes o para tener a quien mandar.

Muchos subordinados hacen valer la jerarquía de sus superiores para imponerse frente a los que están más abajo. En Bogotá he visto a más de una secretaria enojarse con una colega a la que consideran inferior —porque su jefe es menos importante que el suyo—, sobre todo cuando esta última pretende hacer esperar en el teléfono al jefe de aquella.

Incluso en Medellín o en la costa, en donde las relaciones sociales son más desinhibidas, la jerarquía social se impone. El antioqueño rico puede parecer casi un amigo de su mayordomo, incluso tratarlo de vos, pero lo hace porque sabe muy bien que eso no significa una acercamiento entre ambos. En Antioquia pasa lo mismo que decía Fernando Díaz-Plaja sobre España: “Aquí, el señor que va al café habla con el camarero con una confianza que no se encuentra en Francia o en Italia, precisamente porque no teme que acabe sentándose a su lado”.

No estoy defendiendo la idea de una sociedad igualitaria en donde cada quien sea una ficha, un miembro del partido o un hijo de la patria. Lo que quisiera es vivir en un país de ciudadanos regidos por la ley; una ley indiferente y universal. Además, es más fácil lidiar con deprimidos que con paranoico

La demo-plutocracia

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Noviembre 21 de 2009

ABRAHAM LINCOLN DECÍA QUE LA democracia era el gobierno del pueblo y para el pueblo. Con esa definición Lincoln quería tomar distancia de la plutocracia, que es el gobierno de los ricos para los ricos.

Pues bien, en Colombia uno tiene la impresión de que existe una combinación de estos dos sistemas: un gobierno del pueblo, pero para los ricos. Algo así como una demo-plutocracia: el Gobierno recibe el apoyo abrumador de los más pobres, pero trabaja para defender los intereses de los más ricos. Lo digo en términos más concretos: el Presidente otorga fabulosas exenciones tributarias a los empresarios, a los banqueros, a los exportadores y a los dueños de zonas francas (8 mil millones en 2009) pero nada de eso impide que la favorabilidad del Presidente en los estratos 1 y 2 alcance el 80% (en los estratos 5 y 6 sólo llega al 50%).

En ninguna parte del país la demo-plutocracia tiene tanta fuerza como en el campo. Las experiencias de Agro Ingreso Seguro y de la hacienda Carimagua son expresiones elocuentes de una política económica cuyo fundamento es el siguiente: si los ricos se vuelven más ricos, algún día arrastrarán, en su apogeo, a los pobres y los sacarán de la miseria. Pero como lo demostró la crisis reciente de la economía mundial, esa teoría ni siquiera funciona en contextos de mercado libre, es decir de competencia plena. Cuando se aplica al campo colombiano, no sólo no tiene éxito, sino que se vuelve contraproducente: en lugar de arrastrar a los pobres, los confina en la pobreza (los desplaza).

Si estuviéramos hablando de otra cosa, por ejemplo de la industria o del comercio, la demo-plutocracia no sería tan chocante. Pero estamos hablando del campo colombiano, un territorio dominado por una oligarquía terrateniente que ha bloqueado todos los intentos de modernización durante siete décadas. Estamos hablando de los campesinos colombianos, cuatro millones de los cuales han sido despojados de sus tierras y desplazados hacia las ciudades.

Una cosa es entregar subsidios a, digamos, los campesinos de Wisconsin para que produzcan más leche y más quesos, en un Estado en donde la miseria fue erradicada hace casi un siglo y otra muy diferente es darles dinero a los latifundistas de la Costa Atlántica colombiana para que extiendan sistemas de riego, cuando la mitad de los campesinos de esa Costa no recibe agua potable en sus casas (casi diez millones de personas, la mayoría de ellos campesinos, carecen de servicio de acueducto en Colombia).

Una cosa es repartir subsidios en, digamos, Bélgica, donde los campesinos son los dueños de la tierra y viven, como campesinos, de su trabajo agrícola, y otra muy diferente es repartir subsidios a los finqueros colombianos que, por lo general, son médicos, abogados y políticos de profesión.

Alguien me podría decir que el abrumador apoyo popular que recibe esta política demo-plutocrática es suficiente para justificarla. No lo creo. Incluso suponiendo que en la ejecución de esos programas no hubiese habido problemas de corrupción, ni de clientelismo ilegal —que los hubo y a chorros— esa política me parece indigna y descarada.

Si el presidente Uribe estimaba hace algunos meses que el Estado de opinión es la fase superior del Estado de Derecho, me pregunto si hoy en día no estará pensando que la demo-plutocracia es la fase superior del Estado de opinión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario