viernes, 4 de marzo de 2016

El mediocre crecimiento de Colombia

El mediocre crecimiento de Colombia
El crecimiento en 2013, 4,3%, fue exactamente igual al promedio de todo el siglo XX, insuficiente para alcanzar el pleno empleo de la fuerza de trabajo.
Por: Salomón Kalmanovitz
Las mejoras en los índices de desempleo, informalidad o pobreza, tan pregonados en la campaña reeleccionista, no cambian mucho el panorama abrumador de una población que mayoritariamente mal vive en la precariedad.
A pesar de una bonanza de precios de materias primas que se prolongó por más de una década, sólo en 2006, 2007 y 2011 crecimos por encima del 6,5%, jalonado por la minería. La industria lleva dos años seguidos contrayéndose y el crecimiento reciente fue liderado por la construcción de vivienda de interés social y de las obras civiles, en sectores típicamente no transables que presionan más a la revaluación del peso. Me explico: una forma de medir la tasa de cambio es un índice entre los bienes transables (importaciones y bienes que compiten con ellas) y los no transables. Así, un aumento de los costos internos por la expansión de sectores no transables lleva a una pérdida de competitividad de las exportaciones y de la producción nacional. El anunciado cierre de Mazda es una muestra elocuente de la situación macroeconómica del país.
El gasto público para reelegir a ciertos políticos en Sahagún, por ejemplo, es no sólo ineficiente, sino que viola principios elementales de justicia tributaria. Los contribuyentes nacionales no tenemos por qué financiar la pavimentación de calles ni la construcción de andenes del municipio aludido, pues esa es responsabilidad de las administraciones locales y de la tributación de los ciudadanos que se benefician con las obras. En este sentido, el gasto público nacional no produce un átomo de desarrollo económico.
Otros países latinoamericanos, como Perú y Chile, aprovecharon mejor la bonanza de materias primas, lo cual tuvo que ver con la calidad de sus políticas públicas. Colombia mantuvo déficits fiscales durante todo el período que se expresaron también en faltantes crónicos en su balanza de cuenta corriente. El país estaba consumiendo e invirtiendo por encima de sus capacidades, lo cual se cubrió con endeudamiento público y con inversión extranjera, ambos fuente de divisas que contribuyeron a la revaluación del peso. En los países aludidos hubo, por el contrario, ahorro público y eliminación de la deuda externa, permitiendo que sus sectores transables pudieran no sólo crecer, sino también exportar.
La bonanza en Colombia fue aprovechada para que el gobierno les permitiera a los ricos tributar menos. Si sustraemos los ingresos fiscales que provee Ecopetrol, el recaudo tributario del gobierno central es menos de 13% del PIB, dato escandaloso muy inferior al recaudo chileno, por ejemplo, que es del doble. En su visita reciente el FMI criticó el hecho del reducido recaudo tributario frente a las necesidades del gobierno y de la sociedad.
La deuda externa del gobierno ha seguido creciendo a pasos agigantados.
De la minería a dónde?

DESPUÉS DE UNA DÉCADA DE DISFRUtar un premio seco de la lotería de las materias primas, nos vemos abocados a una pérdida considerable de riqueza.
Por: Salomón Kalmanovitz
En los noventa también tuvimos una bonanza con el hallazgo de los pozos petroleros de Arauca y Casanare. En ambos casos, nos cayó la enfermedad holandesa: cayeron las exportaciones distintas a las mineroenergéticas, mientras que la industria y la agricultura fueron acorraladas por importaciones baratas.

La actividad minera nos proveyó  una renta que no ahorramos y que invertimos mal. Noruega, Chile y Perú salieron mejor librados que nosotros por la caída de los precios de las materias primas pues ahorraron en fondos externos y sus gobiernos obtuvieron excedentes que se pueden gastar ahora. Antes de eso, Canadá y Australia se dotaron de un sistema de educación de alta calidad con las rentas de sus exportaciones mineras. Acá aumentamos la cobertura más no la calidad educativa.

Ahí están las dobles calzaditas de Uribe sin terminar, el túnel de La Línea, inaugurado varias veces, o el acueducto de Yopal, reconstruido en tres ocasiones y cuyo exiguo líquido contiene bacterias. Se construyeron algunas buenas carreteras en los llanos y en otras regiones, con grandes sobrecostos. La más necesaria de todas, que debía comunicar el puerto de Buenaventura con el resto del país, está lejos de terminarse. La ciudad portuaria está llevada por la criminalidad del narcotráfico que acosa a una población sin futuro. Todas las autopistas del país se estrellan con calles estrechas o la ausencia de vías perimetrales al llegar a las ciudades.

Tenemos un problema de economía política sin resolver y las bonanzas sólo lo exacerbaron, aunque nos aseguran  que nos hemos tornado en un país de clase media y que seremos cada vez más prósperos. La riqueza se crea mediante el trabajo cada vez más productivo y eso aplica menos a las materias primas, aunque nuestra bonanza reciente resultó de la aplicación de nuevas tecnologías a la recuperación secundaria de crudos pues no se encontraron nuevos depósitos.

El conflicto interno prohijó la expropiación de cientos de miles de labriegos y debilitó los derechos de propiedad de todos los ciudadanos. El crimen organizado capturó partes del Estado, el sistema de justicia se corrompió y los intereses de los grupos económicos se impusieron sin barreras sobre la sociedad. Nada de esto apoya el desarrollo económico.

El capitalismo compinchero campea por doquier: en la producción de biocombustibles, a la que se le compartió la renta petrolera con los altos precios internos de la gasolina y el diesel,  y  con los oligopolios que hacen acuerdos que expolian a los consumidores del mercado interno cautivo sin preocuparse por exportar. Algunas empresas se han vuelto maquiladoras y empacadoras de bienes importados.

Hace falta una política pública que aumente la productividad de la industria y de la agricultura, tarea difícil después de 20  años de rentismo. También hace falta una política de competencia que presione a los productores locales a trabajar con márgenes bajos y conduzca al aumento de los volúmenes producidos. La agricultura podría reaccionar más rápido, pero habría que sacar de nuevo al clientelismo del ministerio respectivo.
Pero desde hace bastante tiempo habíamos convivido con desequilibrios subyacentes que se solventaban con nuestra prosperidad, al parecer ilimitada. Uribe devolvió impuestos y disipó el ahorro público. Los déficits fiscales se financiaban con crédito barato y abundante. Los déficits frente al resto del mundo se cubrían con nuevas entradas de capital que iban a la minería y al petróleo o a las inversiones en papeles del Gobierno y en acciones. Pero el capital que entra sale más tarde acompañado de sus crías, más aún cuando hay una parada súbita de sus flujos, y ese es un riesgo que nos acecha.
El mundo del dólar barato, de las materias primas caras y del crédito abundante anuncia su final. Se nos acabó una década de prosperidad que pensamos nos sacaría del subdesarrollo, pero estamos lejos de eso. Nuestras instituciones no cambiaron mucho: siguen basadas en el clientelismo, la escasa competencia política y en la corrupción que se apropia de buena parte de los recursos públicos, que es lo que impide la construcción de una buena infraestructura o hace que la educación y salud sean de mala calidad o que la justicia no llegue.
Los países que prosperan son aquellos que asignan sus recursos a educar toda su población en las ciencias y las humanidades, que combinadas permiten innovar en todos los sectores de la economía. Son aquellos que privilegian la producción industrial y agrícola y los servicios complejos, para no depender de las loterías de las materias primas. Nosotros prosperamos sólo cuando contamos con buena suerte. No tenemos cómo cabalgar sobre el desarrollo de nuestras capacidades. Quizás una mayor competencia política que surgiría de un acuerdo de paz podría cambiar nuestras instituciones un poco y para bien.
El año que comenzamos es de peligro. Una nueva quiebra de Rusia o de Indonesia, una implosión de Venezuela nos puede arrastrar, como ya pasó en 1998, cuando se dio una corrida de capital por doquier.


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