De
lenguas malditas
Natalia
Springer
"Nos va a tocar
pisarnos", exige una voz afanada. "No, fresco, marica, que eso no es
con nosotros", le responde su interlocutor. De principio a fin, la
grabación, obtenida bajo el amparo de orden judicial en el marco de una
investigación en manos de la justicia, es fácil identificar el estilo mafioso:
el tono, el lenguaje, la actitud desafiante, la conciencia ilegal. Pero no se
trata de una conversación entre narcotraficantes, sino entre servidores
públicos, funcionarios destinados a la administración de impuestos. Discuten en
una lengua soterrada, cínica, maldita, esa lengua mafiosa y caliente que
heredamos del narcotráfico y que se instaló en nuestra cotidianidad como
respaldo de cada transacción. Es, de por sí, un intercambio que desprecia la
vida y aborrece al íntegro, que alaba al predador y arrasa con la solidaridad
social. Todo lo tuerce, todo lo manipula. Es la lengua en la que la oportunidad
pasa por encima del otro, en la que el jodido es 'inteligente', el avivato que
se vale de su influencia sobre el poder es un 'emprendedor brillante', en la
que el trepador es 'un promisorio empresario', el culebrero es un 'orador
elocuente' y el que insulta es un 'frentero'.
Se trata de una lengua que nos
instaló una ética particular, una forma de ver la vida, de educar a los hijos,
una moral podrida. Es la que enseña que 'el vivo vive del bobo', que es mejor
que 'coma callao', que 'no se deje, papito'. Es la tradición de la 'malicia
indígena', de la 'papaya puesta', de 'el fin justifica los medios'. Es la
lengua que legaliza la pena de muerte y la recompensa, que socializa la culpa
argumentando que 'la corrupción viene desde siempre' y 'esos todos roban igual'
e, incluso, la eleva a condición biológica: 'la corrupción es inherente a la
naturaleza humana'.
Para prevalecer, arrasa con las
instituciones y eleva hasta la fascinación la personalidad del mafioso. Es, por
demás, una alabanza a la injusticia y a la impunidad, y que, como decía antes,
socializa la culpa y la convierte en hábito porque 'el que tiene plata marranea'
y 'la justicia es para los de ruana', además del 'hecha la ley, hecha la
trampa', y que entiende que la solución está en 'devolver la corrupción a sus
justas proporciones', 'que robe pero que haga' y en guardar silencio, claro,
porque el deshonor está no en robar sino en denunciar, en oponerse, en
preguntar, porque 'es mejor no meterse con ese man'.
Quién no ha escuchado del
famoso 'CVY' ('Cómo voy yo'), 'si me pide factura me toca cobrarle más', 'lo
malo de las roscas es no estar en ellas', '¿quiere del parte caro o del
barato?', 'fresco, come usted, como yo y todos contentos', 'úntele la mano',
'yo tengo un amigo que nos ayuda', 'cómo haríamos', 'arreglemos', 'yo le ayudo
pero se manifiesta', 'miguelito también come', 'deme siquiera para los dulces',
'yo le doy para la gaseosa', 'ayudémonos', 'todo se arregla con plata', 'por la
plata baila el perro' y, por supuesto, '¿es que mi plata no vale?'.
Se impone, sobre todo, a través
de la intimidación blanda, del matoneo chistosito, de la grosería, del tonito,
de esa indignación en vibrato forte que tanto sirve para eludir las respuestas.
Aquí se tiene por costumbre el 'no se meta en lo que no le importa', 'eso nadie
se da cuenta', 'aproveche y gane antes de que lo saquen', 'tranquilo, que no le
están robando a usted', 'póngase de sapo y verá', 'usted se está buscando una
muerte estúpida', 'calladito por su bien'. Es una lengua que se sirve de Dios.
Que encomienda una 'vuelta', que 'bendice un cargamento'.
No erradicaremos esta cultura
mafiosa sin la decisión común e innegociable de renunciar a sus beneficios,
denunciar el mal y llamarlo por su nombre.
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