domingo, 21 de agosto de 2016

Cultura y sociedad - Trabajo consolidado 1

Primer consolidado- Trabajo cultura y sociedad
Trabajo colaborativo 1        

Analizar las implicaciones que el comportamiento cultural ha traído a Colombia es el objetivo de este trabajo. Cada integrante del grupo debe leer dos de los textos que se encuentran en esta guía y deben escribir una página firmando su autoría. Deben determinar después de la lectura cómo afecta a la economía, a la política y a la sociedad la problemática cultural a la que hace referencia el texto leído. Posteriormente los integrantes del grupo deben  escribir sus conclusiones en dos páginas y para ello se recomienda que lean el texto: “Por un país al alcance de los niños” de Gabriel García Márquez que lo pueden encontrar en el blog o en Internet. Este escrito final debe recoger los análisis de cada uno de los integrantes y construir propuestas que puedan superar los problemas de Colombia.

1. Avivatos
Por: Andrés Hoyos
HAY UN TRANCÓN Y ATRÁS SUENA una ambulancia. Uno se hace a un lado, y cuando pasa la ambulancia, detrás de ella va pegado un taxi. Su conductor es el clásico avivato colombiano.
No es normal que el avivato sea pobre o quizás sea más exacto decir que entre los pobres la actitud no se llama así, se llama rebusque, y tiene otras motivaciones. El rebusque con frecuencia implica forzar las normas, pero la gente no lo hace por vocación sino por necesidad. Un vendedor ambulante que invade el espacio público no empieza por ser un avivato, aunque si le va bien, pronto accederá a la categoría.
De otro lado, uno pensaría que es contradictorio que haya avivatos millonarios. Sin embargo, éstos no son raros en el club de quienes poseen capitales con muchos ceros a la derecha. ¿La razón? Que la avivatada es un vicio de esos que no se curan con dinero, como el trago, el juego y el cigarrillo. Existe, sí, una diferencia crucial cuando la vuelta a realizar involucra cifras de muchos millones y es que entonces la avivatada traspasa los límites del código penal, adquiriendo en ese momento nombres nuevos: fraude, estafa, desfalco, malversación de fondos, etcétera.
El avivato en el fondo es un personaje paradójico: sufre al mismo tiempo de pereza y de impaciencia aguda. De ahí su deseo de saltarse los puestos en la cola, de tratar de obtener un trabajo o un grado sin merecerlos, de decirle al primo de la tía que por favor le consiga esa sinecura que anda por ahí como un perro sin lazo.
El que comienza como avivato no siempre se gradúa de criminal. Esto sucede cuando el vicio arrecia o cuando la persona se vuelve hábil y se acostumbra a tener “éxito”. Entonces, de repente, se le cruza por el frente una gran tentación, ante la cual es en extremo raro que el avivato no se acoja al proverbial consejo de Óscar Wilde de caer en ella. Sin embargo, tampoco es tan corriente que un avivato modesto se convierta de la noche a la mañana en un gran estafador. Para dar el salto, suele ser necesario el transcurso de por lo menos una generación. Dicho de otro modo, el hijo del avivato que no se vuelve beato o que no se mete de cura (la categoría contiene algunos curas), se convierte, él sí, fácilmente en un gran estafador al intentar imitar al padre en escala ampliada. De hecho, uno sospecha que algunos de los grandes estafadores que a estas alturas mojan prensa a diario en Colombia, dígase los tres primitos Nule, son algo así como la tercera generación de un avivato al que le fue “bien”, es decir, de uno cuyas avivatadas salieron a favor.
No es muy difícil entender de dónde proviene la popularidad de este comportamiento destructivo. Proviene del ejemplo, de la celebración que se hace de las “hazañas” del avivato. Al honesto, al que hace las cosas al derecho, al que denuncia, al que critica la laxitud ética, le ha ido mal, y en ocasiones pésimo, en Colombia y, de ñapa, es objeto de burlas. Los avivatos, para no hablar de los mafiosos, seducen y desnucan a reinas y modelos como si estuvieran tomando cerezas de una bandeja.
Según su parsimonia de hidalgo neurótico y venido a menos, el DRAE no incluye la palabra “avivato”, pese a que ronda por Colombia y con menos vigor por dos o tres países de América Latina desde la década de los cuarenta. Nada raro, en fin, que la gente que cae redonda ante la cháchara florida de los avivatos es por lo general la misma que vive obsesionada con la gramática.
2. Bobadas importantes
Cuando salgo a la calle en Bogotá y paso por sitios muy congestionados me molesta que la gente me estruje, incluso que me roce, sin pedir perdón o sin decir “lo siento”.
Por: Mauricio García Villegas
Me dirán ustedes que esas son bobadas a las que yo no debería darles tanta importancia, sobre todo si no quiero convertirme en un gruñón. Es posible, pero también creo que el asunto es más importante de lo que parece. Me explico.
Los seres humanos nos relacionamos de muchas maneras. Para simplificar, tenemos dos tipos de relaciones: de alta o de baja intensidad. Con los familiares, los amigos o los correligionarios tenemos un trato intenso. En cambio, con personas del común, personas que no conocemos y con las cuales nos encontramos en los espacios públicos, en las filas, en los ascensores, en los paraderos de buses, en los edificios, en los puestos de votación, en los parques, etc., tenemos una relación de baja intensidad.
En ambos casos la relación funciona bien cuando existe una cierta reciprocidad. Los favores y las invitaciones entre los buenos amigos, por ejemplo, tienen sentido siempre y cuando, en el largo plazo, haya una especie de equilibrio entre lo que cada uno da y lo que cada uno recibe (hay excepciones, claro). Algo parecido ocurre incluso entre familiares, salvo, por supuesto, entre padres e hijos.
En las relaciones entre ciudadanos (las de baja intensidad) también debe haber una cierta reciprocidad. Cuando espero en la fila a que llegue mi turno, o cuando dejo que los que llegan en el ascensor salgan antes de que yo entre, lo hago no sólo porque creo que es mi deber, sino porque confío en que los demás harán lo propio en ocasiones venideras y que yo me beneficiaré de ese comportamiento, de la misma manera que ahora ellos se benefician del mío. Esta predicción, cuando es generalizada, produce confianza, lo cual, como ha sido mostrado por una larga serie de estudios, es un capital social que favorece el desarrollo y la democracia.
En América Latina les damos mucha importancia a las relaciones de alta intensidad (con la familia, los amigos, los sacerdotes, etc.), pero menospreciamos las de baja intensidad. Y ese desaire es una de las causas de nuestro atraso. Robert Putnam mostró hace algunos años cómo en el sur de Italia había una correlación entre, por un lado, lazos sociales fuertes (familia, mafia, religión, clientelismo) y, por el otro, mal gobierno y subdesarrollo. No creo que esos factores culturales sean los únicos que expliquen el subdesarrollo y el mal gobierno (como parece decir Putnam), pero sí creo que son parte del problema (y de la solución) y que por eso deberíamos pararles más bolas.
Voy a terminar con una anécdota: cuando yo era estudiante en Bruselas, hace muchos años, los latinoamericanos nos burlábamos de los belgas porque pedían perdón a toda hora; en el metro, en la calle, en los restaurantes, en las oficinas. Cada vez que una persona medio se acercaba a la otra, le pedía perdón, como diciendo, “lo siento, estuve a punto de tocarlo pero no era mi intención”. Interpretábamos esas reacciones como una muestra de individualismo extremo y poco social. Muy pronto me di cuenta de que era justamente lo contrario: reconocer al otro, respetar su espacio, no atropellarlo y pedirle perdón cuando se le importuna, es una prueba de respeto que no sólo denota buen comportamiento sino que entraña reciprocidad, confianza y cultura ciudadana.
Así pues, si guardar los espacios y tratar de no tocar al otro es una bobada, se trata de una bobada muy importante. El problema, en Bogotá, es que si uno se toma en serio esa importancia se vuelve un cascarrabias.
3. De lacras y sueños

NO PARECE POSIBLE ESCAPAR A nuestra historia de oscurantismo.
Por: Rodolfo Arango
La cultura política de un pueblo condiciona su presente y su futuro. Pero sucumbir al fatalismo y la apatía no parece una opción aceptable. El conformismo es un lujo demasiado costoso que no nos podemos dar. Tiene sentido, entonces, analizar el malestar de la sociedad y buscar salidas por ahora pensables, más tarde realizables. En este contexto cabe preguntarse qué tienen en común la criminalidad uribista, la manipulación santista, la violencia guerrillera y la corrupción política.
Crímenes de uribistas son verificados y sancionados profusamente por los jueces y magistrados. Infinidad de servidores del expresidente han sido condenados por chuzadas, cohechos, conciertos para delinquir, falsos positivos, despojos de tierras y todo un rosario de conductas punibles. Lo que en cualquier país digno del mundo sepultaría las posibilidades políticas de este movimiento, en Colombia es justificado cual medio necesario para preservar fines supremos: salvar a la patria de la amenaza comunista.
Otro tanto sucede, aunque más sutilmente y con suma elegancia, por los lados del actual mandatario. Bombardeos en el extranjero aduciendo persecuciones “en caliente” (de guerrilleros dormidos), intentos de saneamiento de tierras ilegalmente adjudicadas, uso de facultades constitucionales inexistentes para objetar reformas constitucionales o instrumentalizar la paz para fines electorales son manipulaciones que subestiman al contradictor y lesionan la confianza pública, todo en juiciosa aplicación de la doctrina del mal menor.
La violencia guerrillera ocupa capítulo aparte. Es proverbial y autorreferente, santificada por dogmas trasnochados, justificaciones pueriles o autos de fe delirantes. La negación de la vida es en la mente de los subversivos algo naturalizado que los degrada en su condición humana. Las guerrillas de las Farc y del Eln impiden con su pensamiento escatológico la expansión de una izquierda democrática y civilista, que pueda ser una alternativa real a la forma excluyente, ligera y cínica con que ha sido gobernado el país por décadas.
Los políticos profesionales, salvo honrosas excepciones, completan el cuarteto de plagas sociales. Han hecho del Estado un botín, con la complicidad de particulares corruptos. Los estadistas han muerto. El político clientelista, que es regla general, desconoce que nadie es libre en un Estado sin soberanía. La hegemonía de lo privado, de los intereses individuales, del enriquecimiento rápido, lícito o ilícito, y del arribismo social lastran la posibilidad de dignificar la política y devolver la grandeza a una vida al servicio de la comunidad política.
Central a la defensa de los asuntos públicos (res-pública) es anteponer el respeto a la ley a las propias convicciones o creencias. Es reivindicar las virtudes de la sobriedad, la generosidad y la decencia. Es procurar construir y realizar concepciones de mundo que honren la inteligencia, la sensibilidad y la creatividad humanas. La cultura es la morada del ser, decía Heidegger rememorando a los griegos. Un legado de enaltecimiento de lo común a todos, de entrega abnegada a ideales que nos dignifican, de descentramiento del ego y apertura a la otredad son buenos antídotos para la reconstrucción. Muchos y muchas, sobre todo jóvenes, están empeñados en la superación de las lacras descritas. Muy pronto empezarán a verse los resultados.
4. Depresión y paranoia

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Julio 31 de 2009

ALGUNA VEZ LE OÍ DECIR A UN PROfesor de sicología que las enfermedades mentales dependen mucho de la sociedad en la que se vive. Así por ejemplo, me explicaba, mientras en los Estados Unidos mucha gente se deprime, en América Latina no faltan los paranoicos. No sé si mi colega tiene alguna teoría para explicar esta diferencia, pero la mía es esta:

En los países que tienen una gran clase media, que son por lo general países desarrollados, la gente siente que los demás, a pesar de tener más o menos dinero, son ciudadanos, como ellos. En nuestros países, en cambio, las diferencias sociales son tan grandes que la gente ve a los que no son de su clase social como extraños y desconfía de ellos. Esto no me lo estoy inventando yo; fue dicho a mediados del siglo XIX por el historiador Sir Henry James Maine. En las sociedades tradicionales, explicaba Maine, los lazos sociales dependen del estatus, mientras que en las sociedades modernas dependen del derecho. En las primeras dominan el padrinazgo, las relaciones de clientela y las palancas; en las segundas, en cambio, lo que importa es ley.

Mi teoría entonces es esta: en una sociedad moderna, la falta de desafíos engendra comportamientos depresivos; en una sociedad como la nuestra, la desconfianza produce paranoicos.

Es muy difícil probar lo que estoy diciendo, entre otras cosas porque en Colombia hay una mezcla de tradición y modernidad; sin embargo, creo que todos tenemos evidencias de lo mucho que aquí cuenta el estatus social. Cuando digo todos, lo digo en serio. No sólo me refiero a los ricos, a los blancos y a los que tienen apellidos ilustres —que aquí son los mismos—, sino también a los de clase media y a los pobres. En nuestro minucioso escalafón social cada cual encuentra sus amos y sus esclavos. En Bogotá los porteros son sumisos cuando se relacionan con los propietarios del edificio, pero déspotas cuando un transeúnte desorientado les pide información. Los choferes de taxi desprecian a los de bus por llevar pasajeros pobretones. Todos miran hacia arriba, bien sea para defenderse o para protegerse (con una palanca) o hacia abajo, para sentirse importantes o para tener a quien mandar.

Muchos subordinados hacen valer la jerarquía de sus superiores para imponerse frente a los que están más abajo. En Bogotá he visto a más de una secretaria enojarse con una colega a la que consideran inferior —porque su jefe es menos importante que el suyo—, sobre todo cuando esta última pretende hacer esperar en el teléfono al jefe de aquella.

Incluso en Medellín o en la costa, en donde las relaciones sociales son más desinhibidas, la jerarquía social se impone. El antioqueño rico puede parecer casi un amigo de su mayordomo, incluso tratarlo de vos, pero lo hace porque sabe muy bien que eso no significa una acercamiento entre ambos. En Antioquia pasa lo mismo que decía Fernando Díaz-Plaja sobre España: “Aquí, el señor que va al café habla con el camarero con una confianza que no se encuentra en Francia o en Italia, precisamente porque no teme que acabe sentándose a su lado”.

No estoy defendiendo la idea de una sociedad igualitaria en donde cada quien sea una ficha, un miembro del partido o un hijo de la patria. Lo que quisiera es vivir en un país de ciudadanos regidos por la ley; una ley indiferente y universal. Además, es más fácil lidiar con deprimidos que con paranoicos.
5. El discreto encanto de la servidumbre
María García de la Torre

La servidumbre seduce a los colombianos. Les encanta que otros los sirvan, que laven sus platos, limen sus uñas, cuiden sus niños y empaquen y desempaquen su mercado. No todos pueden costearlo, claro, pero podría decirse que para muchos es sinónimo de estatus tener una empleada doméstica, vivir en un edificio con portero, ir a un centro comercial donde parqueen y laven el carro. Contar con servidumbre -o sirvientes, como se los clasifica de puertas para dentro- ha mantenido una innumerable cantidad de 'cargos' que muchos países considerarían anacrónicos.

Hoy en día calificaríamos de "brutalidad" contratar a un indígena para 'transportar' a otro en su espalda. Amarrarle una silla y simplemente contemplar el paisaje mientras el pobre hombre camina descalzo por trochas empinadas. Hoy es brutalidad, antaño era obligatoriedad para la élite colonial. Sin embargo, con la modernidad han llegado nuevas formas de servidumbre camufladas en oficios que perpetúan la pereza de otros.

Al parecer, el esfuerzo que representa empacar el propio mercado representa un esfuerzo sobrehumano. Porque casi todos los supermercados contratan un joven que empaca la mermelada, la carne, las bebidas del cliente, mientras el cliente se queda quieto, mirándolo.

¿Qué le cuesta a alguien lavar los dos platos, el vaso y la olla que ensució para cenar? Al parecer, horrores, pues para eso le paga a una mujer que los lava por él. En promedio, solo para hacer mercado y cocinar un plato sencillo, una mujer bogotana utiliza el servicio de quince personas distintas. En un país como España o en Estados Unidos, el que tiene hambre es el mismo que merca y el mismo que cocina y lava los platos.

En ciertos casos, claro, es necesaria una ayuda extra, como cuando una madre soltera debe trabajar y encargarse del hogar y de su hijo sola. Pero ¿de verdad es indispensable que un hombre abra la puerta del parqueadero, que otro le eche la gasolina al carro, que otro empaque el mercado, que otro lo lleve hasta el carro, que otro -u otra- nos lave la ropa, los platos, que limpie la casa, que otro lave el carro, que otro maneje el carro y un gran etcétera?

Esta dependencia en la servidumbre es ostensible en el quejido lastimero de la joven que pide consejo a sus amigas para contratar una "empleada de confianza" porque ya no tiene un solo plato limpio. ¿Qué tal si se levanta del sofá y los lava?

No parece tan sencillo, pues la herencia colonial ha enseñado a las señoritas que los oficios de la casa deben delegarlos en otros y que lavar su propia vajilla la rebajaría tanto como soltar una flatulencia en público.

El mensaje está tatuado en el subconsciente, al punto de que no se lo cuestiona. Meses atrás, una fotografía publicada por la revista de farándula '¡Hola!' levantó una polvareda. Las señoras de casa aparecían en primer plano y sus empleadas domésticas negras, en un segundo plano, con sendas bandejas de plata. Se cuestionó la pose, pero no la institución per se. En otras palabras, que haya sirvientas, pero que no se note.

Hasta hace muy poco, estas mujeres, internas en casas de familia por décadas, no cotizaban salud ni pensiones. Hoy en día muchas siguen sin acceso a la educación, no pueden formar su propia familia y viven exiliadas en el cuarto de servicio, disponibles las 24 horas, separadas desde jovencitas de sus familias.

Empleadas de servicio, sirvientas, coimas, muchachas, hay tantos términos eufemísticos y peyorativos como familias empleadoras. Trabajan en silencio, sin encontrar nunca eco de su situación en los titulares de prensa. Una gran mayoría tiene empleadas del servicio, manicuristas, entrenadores deportivos, paseadores de mascotas, jardineros, choferes, niñeras... ¿por qué cuestionar un orden social que proporciona tanta comodidad? Justamente por eso, porque mi comodidad implica la degradación del otro.

Las labores que empiezan a ser obsoletas -como el ascensorista, el ama de llaves, el mayordomo- abren paso a otras más dignificantes. Y liberan a estos individuos de funciones degradantes como oprimir botones por otros o limpiar el desorden de adultos como si se tratara de infantes.

Hace falta reconocer la mala crianza de una buena parte de la sociedad colombiana y buscar romper esquemas coloniales que nos han graduado como el tercer país más desigual del mundo. Si quiere una empleada doméstica, páguele 90.000 pesos por hora, como ocurre en Estados Unidos. No unas miserias que las obligan a llevar una vida llena de privaciones.

Millones de niños a lo largo de décadas han sido criados por empleadas domésticas, e incluso hoy se sigue dando, como círculo vicioso heredado de la sociedad santafereña, antioqueña, cartagenera de años. Romper la dinámica degradante de la servidumbre es un paso adelante en el proceso de modernización de Colombia, anclada, como está, a formas caducas heredadas de una colonia que dejó de serlo hace doscientos años.
6. Individualismo majadero

Mauricio García Villegas
Publicado en: El Espectador, Septiembre 11 de 2009

HACE MUCHOS AÑOS, EN MEDELLÍN, había un letrero en el puente de la calle 33 que decía “Si esto no es progreso, ¿entonces qué es?”.

Con el paso de los años el letrero se fue borrando, pero la idea de que el país sólo se desarrolla vaciándole cemento armado encima sigue casi intacta entre nosotros. Desde luego que las obras públicas son importantes. Si tuviéramos mejores carreteras, mejores puertos y más acueductos estaríamos más cerca del desarrollo. Pero la infraestructura física, si bien es indispensable, no lo es todo. Más aún, pensar que eso es lo único, es también parte del problema. El subdesarrollo también es mental, cultural.

El atraso cultural tiene muchas facetas. La falta de investigación científica, el bajo porcentaje de personas que lee periódicos, la ausencia de doctores (de los de verdad) y la falta de bibliotecas públicas son algunas de ellas. Pero hay algo tal vez más importante que todo lo anterior, aunque menos palpable y más difícil de conseguir. Me refiero a la capacidad para actuar colectivamente, como sociedad. Nadie lo ha dicho tan claramente como el profesor YuTakeuchi, un japonés que vivió en Colombia por más de 50 años. Cuando le preguntaron cuál era la principal diferencia entre los japoneses y los colombianos, su respuesta fue esta: “Pues mire —dijo—, un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos”. La explicación de Takeuchi supone que un país es algo más, mucho más, que los individuos que lo componen. Un país es también, y sobre todo, un alma social, o como dicen ahora, una identidad colectiva. Es en eso que estamos muy mal.

En Colombia hay muchos individuos pero muy poca sociedad. Tenemos personajes sobresalientes —no muchos, la verdad— pero casi no tenemos empresas colectivas destacadas. Ni siquiera en el fútbol somos capaces de armar un conjunto que valga la pena. Menos en política. El presidente Uribe cuenta con grandes mayorías en el Congreso y en la sociedad, pero no es capaz de gobernar sin ofrecer notarías, subsidios y puestos para que voten por él. Somos buenos patriotas pero malos ciudadanos. Nos sublevamos cuando Chávez habla mal de Colombia pero somos incapaces de crear un partido político serio. Hacemos puentes sobre los ríos —tampoco muchos, la verdad— pero somos incapaces de acabar con la corrupción que acompaña los procesos de licitación para las obras públicas.

Nuestro espíritu gregario se concentra en la familia y en las amistades. Más allá de estos entornos privados, lo social es una competencia, un mundo dominado por la desconfianza y la trastada.

Muchos colombianos que viven en el exterior se quejan del individualismo de los europeos o de los estadounidenses. Es cierto que allí la familia y los amigos tienen menor importancia que entre nosotros, pero su individualismo está fundado en el respeto de reglas comunes y en la defensa de los intereses tanto privados como colectivos. El nuestro, en cambio, es un individualismo indómito que descree no sólo de los demás sino de lo público. Aquí cada colombiano es un Estado soberano.

Pero el individualismo criollo no sólo es salvaje y asocial, sino también majadero: al preferir la estrategia del vivo, todos terminamos bloqueándonos los unos a los otros, como en el tráfico o en la fila, y por eso terminamos peor —llegando más tarde— que si hubiésemos pensado como ciudadanos. ¿Si eso no es atraso, entonces qué es?
7. Los países y las mariposas
Por: Mauricio García Villegas
CUANDO UN NIÑO PREGUNTA CUÁNtos años vive un caballo, algunos viejos en Antioquia todavía responden esto: vea mijo, una gallina dura tres años, un perro tres gallinas, un caballo tres perros y una persona tres caballos; haga la cuenta. Me acordé de esa explicación el pasado fin de semana cuando se celebraba el Bicentenario. ¿Y cuánto vive un país?
Es difícil saberlo, pero lo que sí se sabe es que éstos se parecen más a las mariposas que a los caballos: no son efímeros como aquellas, pero su vida está marcada por la metamorfosis. Colombia ha pasado por dos estados: el de la colonia, su crisálida, que duró trescientos años, y el de la república, voladora, que lleva doscientos.
El contraste actual entre los Estados Unidos y América Latina se explica, en buena parte, por lo que fueron en su estado colonial. La colonia española fue más poderosa, más rica y duró más tiempo que la inglesa. A mediados del siglo XVII la participación en el mercado mundial de La Española (hoy Haití y Dominicana) era muy superior al de las trece colonias inglesas. España tenía 19 universidades en América, mientras que Inglaterra sólo tenía dos. Las iglesias, tapizadas en oro, y la grandeza arquitectónica de ciudades coloniales como Lima y México, no tenían parangón en Nueva Inglaterra o en Virginia.
Con la independencia, la relación de fuerzas se invirtió. Si en 1800 México producía algo así como la mitad de los bienes y servicios de los Estados Unidos, setenta años más tarde esa cifra había descendido al 2 %. Peor aún, en el norte del continente se creó un país enorme y poderoso, mientras en el sur las guerras civiles y la inestabilidad política duraron casi un siglo.
Son muchas las causas que explican esta inversión de destinos, pero quizás la más importante sea esta: España impuso en sus colonias un modelo de sociedad y un estilo de vida que, en el balance general del mundo colonial, estaba destinado a desaparecer. El descubrimiento de América, con su oro y sus indios, le permitió a España prolongar, durante casi tres siglos, un estilo de vida feudal, caballeresco, piadoso y épico, que estaba muriendo en el resto de Europa.
Las colonias inglesas, en cambio, no tuvieron la grandeza y el poder de las españolas, pero se montaron desde el inicio en el tren rápido de la historia: el del liberalismo, el de la competencia económica, la democracia y la defensa de los derechos individuales. Cuando las trece colonias declararon su independencia de Inglaterra, tenían acumulada una enorme experiencia de autogobierno, tolerancia y libertad que no existía en las colonias hispánicas. Boston no tenía la riqueza ni el boato de, por ejemplo, Popayán, pero estaba cultural y políticamente mucho mejor preparada para enfrentar los tiempos modernos que vinieron con la independencia.
Llevamos doscientos años apegados a los ritos y a las pompas de la vida republicana, pero los fantasmas del mundo colonial todavía nos persiguen: el latifundio, la concepción autoritaria del poder, la desigualdad social, la omnipresencia de la religión y el desprecio por los bienes públicos, todo esto hace parte de una etapa colonial que no hemos podido superar.
Así, pues, Colombia parece una nación joven e inmadura. Esto puede ser un augurio del futuro largo y próspero que nos espera, pero también es una advertencia de que si no abandonamos esa crisálida épica y poderosa que nos aprisiona, nunca lograremos levantar el vuelo.
*Profesor de la Universidad Nacional e investigador de Dejusticia.
Demasiados muertos

Recurriendo a diferentes fuentes confiables, puedo afirmar que en Colombia se registraron en los últimos cuarenta años – entre 1975 y 2014 – un total de 747.289 homicidios.
Por: Saul Franco
Podemos redondear la cifra en 750.000, y tendríamos un promedio anual de 18.750 casos de homicidio y un alarmante y vergonzoso promedio de un homicidio cada media hora durante esos cuarenta años. Demasiados muertos, verdad?
Cuando hablo de fuentes confiables me refiero a los informes de la Policía Nacional, del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, del Departamento Nacional de Estadística –Dane- de algunas investigaciones específicas y del Observatorio Nacional de Salud –ONS- que acaba de divulgar su IV Informe dedicado, en buena parte y con mucho rigor, justamente al tema de la violencia homicida en el país entre 1998 y 2012. Conviene advertir que no siempre coinciden los períodos, indicadores y tipo de datos suministrados por las distintas fuentes, siendo necesario optar por la información disponible más constante y consistente.
No todos esos muertos se deben a la guerra que padecemos, por supuesto. Hay homicidios por riñas callejeras, con frecuencia facilitados por el licor. Hay un porcentaje debido a la violencia en las relaciones familiares y de pareja. Hay violencia homicida producida por la llamada delincuencia organizada, y también por la desorganizada. La hay en el trabajo y en casi todos los escenarios en donde sucede la vida, incluyendo los deportivos. Entre quienes hemos estudiado el tema se estima que entre un 10 y un 20% del total de víctimas de este tipo de violencia se debe directamente al conflicto armado interno, pero que indirectamente el porcentaje es muchos mayor.
Siendo preocupante el dato de cuántos colombianos/as mueren como víctimas de homicidios, lo es mucho más saber quiénes son, en dónde viven y por qué los matan. Todas las fuentes de información coinciden en que, de lejos (hasta en un 92%), los hombres son las principales víctimas. Que casi las tres cuartas partes de las víctimas son jóvenes entre los 15 y los 39 años. Que de los cuarenta años registrados, los peores fueron 1991 y 2002. Que entre Antioquia y el Valle del Cauca han concentrado el 40% de las víctimas de homicidio. Algunos estudios - el del ONS entre ellos - han ayudado a precisar que 27 de los 1.123 municipios del país responden por la mitad de los homicidios. Y hay en ellos sólidas asociaciones entre las tasas de homicidio y las de desempleo, el PIB per capita, la cantidad de acciones de todos los grupos armados, el bajo nivel educativo de las víctimas, la producción de coca, y la explotación petrolera antes y la de oro ahora.
Personalmente sigo convencido de que en el triángulo intolerancia-inequidad-impunidad se encuentra el núcleo explicativo de buena parte de nuestras violencias, incluida la homicida.
Hace treinta años, Eric Hobsbawn, un historiador inglés que se interesó en Colombia, tituló un ensayo suyo: Colombia asesina. Al terminar el milenio pasado, el socio-politólogo Alvaro Camacho afirmó que había elementos para darle la razón a Hobsbawn. Y las cifras expuestas aquí parecen confirmar que sí somos un país de gatillo fácil. ¿No será ya hora de dejar de serlo, de ensayar otras formas de resolver las diferencias inevitables, y de anteponer el valor de la vida al imperio de la muerte?
Saúl Franco. Médico social.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario