Un
Camino sin más muertos
Gonzalo
Sánchez
Es difícil lograr acuerdos con respecto al origen del conflicto
armado interno colombiano. Analistas y militantes debaten si se remonta al
conflicto agrario de los años treinta, a la liquidación del movimiento popular
que encarnó el gaitanismo o al cierre de los espacios políticos y sociales por
el acuerdo bipartidista del Frente Nacional. En todo caso, cualquiera que sea
la fecha, el conflicto colombiano es el más largo de América Latina, e incluso
uno de los más prolongados a nivel mundial.
La larga duración de esta guerra tiene como trasfondo una
sistemática subvaloración de los conflictos sociales y políticos que
exacerbaron la Violencia y que perduraron más allá de los acuerdos
bipartidistas. Cuando las élites empezaron a enfrentar la Violencia quisieron
resolverla a costo cero. Partían arrogantemente del supuesto de una escasa
capacidad de proyección armada o política de unas guerrillas de origen y
composición campesina, o le apostaban a su bandolerización y desaparición
como proyectos políticos insurgentes.
Esta ha sido una guerra prolongada porque tanto guerrillas como
Estado se ilusionaron con una pronta y decisiva victoria militar, incluso en
momentos de negociación, como el del Caguán, aprovechado por ambas partes,
mientras estuvieron sentadas en la mesa, para incrementar su capacidad bélica.
En efecto, buena parte del mundo político y de la sociedad
confiaron, e incluso muchos aún confían, en la capacidad de acabar la guerra
con más guerra. Y tienen audiencia. El discurso guerrerista resulta
electoralmente rentable en una buena parte de la sociedad resentida
especialmente con las Farc, que solo considera aceptable la derrota o
abdicación de la insurgencia, por encima de la búsqueda de acuerdos con ella.
Esta guerra ha sido también muy larga porque con el fin de la
Guerra Fría, y la pérdida de respaldo político y financiero internacional a las
guerrillas en muchas partes del mundo, en Colombia estos grupos encontraron en
el negocio de los cultivos ilícitos, primero, y del narcotráfico,
posteriormente, el combustible necesario para continuar la guerra con recursos
internos. El narcotráfico les inyectó capacidad operativa a los actores
armados, y también a la contrainsurgencia, apoyada a menudo por miembros de
instituciones estatales. Pero a la larga, ese recurso operó en desmedro de
todos: degradó a la insurgencia, corrompió al Estado, a los partidos, y a los
poderes locales y regionales.
El narcotráfico convirtió a los actores armados en sus socios, o
en sus adversarios ocasionales, y diluyó en buena medida las fronteras entre la
insurgencia y la criminalidad común. La combinación de secuestro, extorsión y
narcotráfico fortaleció militarmente a las guerrillas, las hizo más
opulentas que cualquiera otra de sus pares en el continente, pero les restó
cualquier tipo de legitimidad a su acción y les granjeó incluso el repudio de
gran parte de la población. La arrogancia militar que exhibían en las tomas de
pueblos, o el control de carreteras (las “pescas milagrosas”), corría en
paralelo con la impotencia de ampliar su convocatoria. Se llegó a un nudo
ciego. La nuestra ha sido una guerra que por prolongada y degradada se quedó
cada vez con más y más armas y recursos, pero con cada vez menos
sociedad.
Ha durado mucho esta guerra también porque las insurgencias
tardaron demasiado en reconocer que el país, que América Latina y el mundo
habían cambiado, y, por tanto, era ya una guerra huérfana, que no tenía
manto protector al cual acogerse luego de la caída de todos los modelos
revolucionarios, por lo menos de los que le fueron cercanos: soviético, cubano,
chino, que deben enfrentar hoy otros problemas de reacomodo en el mapa de
los juegos estratégicos mundiales.
Las Farc son una guerrilla que, de alguna manera, se
dispuso a negociar la paz por fuera de su tiempo: cuando los marcos normativos
internos y externos hacen más vigilada y más constreñida la acción
insurgente; cuando la tolerancia social a la violencia –y a la violencia
política específicamente– se ha estrechado notablemente en todo el continente;
y cuando Cuba, que había inspirado los movimientos revolucionarios, está
buscando caminos para salir del aislamiento y negociar un nuevo trato con
Estados Unidos que le impone también una nueva relación a la isla con el resto
del continente. La negociación interna de Colombia coincide así con el fin de
la más asimétrica e injusta relación interestatal en la región: la relación
Estados Unidos-Cuba.
La colombiana es una guerra tan larga y sus transformaciones han
sido tan densas en el curso de las décadas que los marcos normativos y los
contextos que acompañaron su origen distan mucho de los que predominan en el
momento de la negociación hoy. Un país y una insurgencia, acostumbrados a
negociar desde el siglo XIX sobre la base de los horizontes recurrentes de las
amnistías, tropezaron ahora con unas exigencias internacionales y unas demandas
de las víctimas y de la sociedad que hicieron, por momentos, muy impredecible
el resultado. Que Colombia haya entrado así a la fase de terminación
pactada de la confrontación es, hoy por hoy, un triunfo de la democracia para
el mundo que hará de Colombia uno de los referentes más frescos y laboriosos
para la solución de los conflictos armados internos. Colombia es observada hoy
como ejemplo de las complejidades de la guerra y, a la vez, ejemplo de las
complejidades de la negociación.
Nos tardó tanto llegar hasta aquí porque esta ha sido para
muchos, y de diversas maneras, una guerra con la que ha sido posible convivir
en relativa tranquilidad. Pese a la enorme cantidad de víctimas, esta ha sido
vivida como una guerra ajena, distante de los centros de poder político y
económico, anclada en las periferias, lejana socialmente para los habitantes de
las ciudades. Ha sido, en gran parte de su trayectoria, un conflicto armado de
muertos anónimos, de muertos campesinos, de tragedias rurales. El ciudadano del
común perdió la capacidad de asombro frente a noticieros y páginas de
periódicos que registraban las vicisitudes de la guerra como simples noticias
judiciales. Dada su espacialidad periférica y su inusual longevidad, se produjo
un acostumbramiento perverso con la guerra: si a la economía no le iba mal, o
no demasiado mal, qué importaba que el país siguiera desangrándose. Si no
alteraba el modelo de desarrollo imperante, sino que incluso contribuía a
mantenerlo, si no desafiaba los modos de regulación social, ¿por qué
inquietarse? A la sombra de la guerra muchos negocios criminales (armas,
drogas, despojo) prosperaban y hasta a algunos, no necesariamente criminales,
les resultaba funcional.
Solo cuando la guerrilla se instaló o se aproximó a territorios
económicamente relevantes, y sus frentes armados se constituyeron en una
amenaza real para los entornos citadinos, se tomó conciencia de la engañosa
marginalidad política y social que se le atribuía a la guerra.
Abandonadas a su suerte, las periferias alcanzaron
reconocimiento paradójicamente cuando los niveles de violencia en ellas se
volvieron amenaza para el centro. Pero que se rompiera la indiferencia no
significaba que se pasara a un apoyo militante por la paz. Los mismos hechos de
guerra pueden ser un argumento para la continuación de la guerra o un argumento
para construir una salida negociada.
Desafíos para
la paz
Nuestro entusiasmo con la terminación negociada del conflicto
armado interno está lleno de alertas, de las cuales debemos ser conscientes,
para no desfallecer en este propósito colectivo y atribuirle a la paz impactos
negativos que no le corresponden. Al respecto, el analista y exministro de
Relaciones Exteriores de Israel, Shlomo Ben Ami, nos advierte: “La guerra la
hacen los guerreros, la paz la hace la sociedad”. Y a la sociedad esa tarea le
tomará mucho tiempo.
Entre los muchos desafíos, sin duda uno de los más notorios está
ligado a la exclusión política y social. Ambas estuvieron como argumento en el
origen del conflicto armado. Parcialmente encontraron resonancia en el discurso
participativo de la Constitución de 1991, pero lo normativamente establecido
aún no permea al conjunto de la sociedad y la cotidianidad del ejercicio de la
política. En ambas esferas, la social y la política, la diversidad y la
oposición son aún entendidas como factores de disociación, y no como
valores sustantivos de la contienda democrática. La negación como interlocutor,
la descalificación personal o de sus demandas y la eliminación física del adversario
son prácticas que de manera continua e histórica han reemplazado la
confrontación de argumentos, la deliberación y el acogimiento a las reglas y
decisiones democráticas. Por ello, el sometimiento a las reglas democráticas no
solo debe exigirse a los alzados en armas, sino también a quienes ejercen la
política. Mientras no surjan transformaciones en la forma de abordar el
ejercicio político, la amenaza de retomar o empuñar las armas para oponerse a
las decisiones institucionales no cesará.
Lo que se abre camino con la paz negociada es una
posibilidad de ampliación de la democracia, una ampliación a la que muchos
temen. Hay incluso quienes afirman “preferir una guerra conocida a una paz
desconocida” ante el temor de una transformación política o económica drástica
o desfavorable a sus intereses. Ahora bien, de lo que no se han percatado es
que esa transformación ya no recae en el poder de las armas, sino en el de las
urnas. Ese poder ya no recaerá en la fortaleza de los ejércitos, sino en la
creatividad de toda la sociedad.
El conflicto se volvió también por décadas una excusa tanto en
el plano político como social para dejar de encarar problemas de sociedad que
por mucho rebasan el enfrentamiento armado. La paz con las Farc a nivel militar
es hoy una posibilidad certera y es un enorme logro del que tenemos que ser
conscientes, como también debemos serlo de que la inequidad, el recurso a la
violencia, el precario aparato de justicia, los bajos niveles de participación,
la pobreza, la corrupción, la incredulidad en la clase política, son asuntos
pendientes que exceden lo tramitado en La Habana. Las Farc no fueron el
principio de todos nuestros males, ni su desaparición como actor armado marcará
el fin de todas nuestras dolencias. La paz soñada está lejos. Pero el camino
para llegar a ella se vislumbra más claramente cuando no está lleno de muertos.
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